2007-12-28

Arrebatador fragmento de Lo-lee-ta.

«Un mediodía de verano, justo al borde de la espesura, donde unas flores de color celestial acompañaban todo el curso de un rizado arroyo de la montaña, encontramos –Lolita y yo– un lugar románticamente aislado, a unos cien pies sobre el paso donde habíamos dejado el automóvil. La pendiente nunca parecía haber sido hollada. Un último pino jadeante se tomaba un merecido descanso en la roca a que había trepado. Una marmota nos silbó y desapareció. Bajo la manta que tendí para Lo crepitaron blandamente unas flores secas. Venus fue y vino. El risco dentado que coronaba el talud y una maraña de arbustos más allá de nosotros parecía protegernos tanto del sol como del hombre. Pero, ay, no advertí una imperceptible huella marginal que serpeaba entre los arbustos y las rocas, a pocos pasos de nosotros.
»Fue entonces cuando estuvimos más cerca que nunca de ser descubiertos; y no es de asombrarse que esa experiencia mitigara para siempre mi sed de amores rurales.
»Recuerdo que la operación estaba terminada, terminada por completo, y Lo lloraba en mis brazos –una saludable tempestad de sollozos después de uno de los accesos de malhumor que se habían hecho tan frecuentes en ella durante ese año, por lo demás admirable–. Yo acababa de retractarme de cierta promesa hecha en un momento de pasión ciega e impaciente, y ella se agitaba y lloraba y pellizcaba mi mano acariciadora, y ya reía feliz, y el horror atroz, increíble, insoportable y, supongo, eterno que ahora conozco sólo era entonces un punto negro en el azul de mi bienaventuranza. Así estábamos ambos, cuando con uno de esos sobresaltos que han acabado por desquiciar mi pobre corazón, encontré la mirada en los ojos fijos, negros, de dos niños extraños y hermosos, un fáunulo y una nínfula, a quienes proclamaba parientes, si no gemelos, el mismo pelo oscuro y lacio y las mismas mejillas sin sangre. Estaban de cuclillas, observándonos, los dos con trajecitos azules, confundidos con las flores de la montaña. Tiré de la manta en un intento desesperado de ocultarnos, y en ese mismo instante, algo que parecía una inmensa pelota a pintas entre el sotobosque, a pocos pasos de nosotros, adquirió un movimiento rotativo y se transformó en la figura de una fornida dama que se incorporaba gradualmente y que con un movimiento rapaz agregó automáticamente a su ramillete un lirio silvestre, escrutándonos por encima del hombro, más allá de sus encantadores niños labrados en piedra azul.
»Ahora que mi conciencia es una confusión absolutamente diferente, sé que soy un hombre valiente, pero en esos días lo ignoraba, y recuerdo que mi propia sangre fría me sorprendió. Con la orden apenas murmurada que damos a un sudoroso animal adiestrado que yace distraídamente (qué loca esperanza, qué odio hace latir el flanco del joven animal, qué negro dardo atraviesa el corazón del domador), hice levantar a Lo y ambos caminamos decorosamente para correr después indecorosamente hacia el automóvil. Tras él estaba estacionada una camioneta rural y un apuesto asirio de barbilla azul de puro negra, un monsieur très bien con camisa de seda y pantalones magenta, sin duda el marido de la corpulenta botánica, fotografiaba gravemente el letrero indicador de la altura del paso. Estaba a más de 10.000 pies, y yo estaba sin aliento. Con un chasquido y una patinada, arrancamos. Lo aún luchaba con sus ropas y me maldecía en un lenguaje que nunca había imaginado al alcance de los niños, y menos aún en sus labios».

Traducción de Enrique Pezzoni.


2007-12-24

Tengo un documental sobre el brasileño Drummond de Andrade, o, más exactamente, sobre un libro póstumo de poemas eróticos que se titula O amor natural.
Hay en el documental unos viejos dotados de hermosura, que pronuncian palavras como ânus, clitóris, membro, bunda, pênis, vulva, sêmen, vagina, nádegas, sessenta-e-nove, incesto, flora negra, brinco, gozo, coito, beijos, orgasmo. Los viejos dialogan sobre los poemas y no tienen ningún escrúpulo a la hora de hablar de sus propias y variadas experiencias o, incluso, a la hora de criticar a Drummond de Andrade. Mi perro find salió a rastrear certas palavras y puso las siguientes a los pies del arbolito.

«En la Filmoteca, ciclo de Heddy Honigmann, de quien ya comenté aquel documental tan potente sobre Bosnia (Goede man, lieve zoon / Good Husband, Dear Son). Hoy O amor natural. Cuando ya estaba dentro, me he dado cuenta de que "ya había visto" esa película. Pero lo cierto es que la otra vez la vi luchando contra el sueño, durmiéndome y despertándome, sin gozarla. Esta vez me he quedado prendida del hechizo de ese humor de H.H. y esa hábil distancia suya afectuosa, está allí, se oye su voz preguntando, pero a la vez se borra, se relativiza, nunca se impone.
»H.H. va con la cámara por Río de Janeiro y les pregunta a la gente por el poeta Carlos Drummond de Andrade y les pide que lean un poema suyo, del libro erótico y póstumo que da título al documental, y los más viejos son quienes lo leen y a través de esas lecturas desvergonzadas y llenas de nostalgia y de humor, recuerdan lo que para ellos fue el sexo y se distancian o identifican y ríen contándolo. El sombrerero de las manos hermosas, que fue luchador en otro tiempo. La mujer que tardó muchos años en sentir placer. La que le habla al poeta y le da las gracias por decir lo que los demás no sabemos decir, las dos viejuzas del autobús que critican su falocentrismo machista con sonrisas amables y sin dejar de maravillarse por los poemas, las que se cuentan en la playa una experiencia única en una roca, la que dice que no siente nostalgia pero llora recordando aquella pasión en el suelo. Se convierte en un documental sobre el amor, la intimidad y el paso del tiempo. Y los poemas de amor terrestre y directo pero lleno de intimismo, ligeros, luminosos, humorosos, pasionales, divertidos, iluminados, ingeniosa celebración vital. Hay uno de culos especialmente inspirado (iridiscentes, opalescentes, de porcelana, sonrientes...) y lleno de gracia. Deberían aprender algunos. Y todo junto, lleno de la asombrosa belleza de la vejez, de las flores marchitas, de las pieles manchadas, de las sonrisas viejamente alegres de esos personajes, de un humor vital y compasivo que estaba también en la película bosnia. Decididamente, soy una fan de H.H».
[…]

Publicado por Isabel Núñez


2007-12-22

En la primera parte de la novela Brausen se desdobla.
Entre el departamento de al lado y el argumento para cine: Brausen será Arce en el departamento de la Queca y será Díaz Grey en Santa María.
Dejemos hablar.

Usted puede ir a Santa María cuando quiera. Y sin que nada le cueste, sin viajar siquiera. Escuche: [...] Brausen. Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando Santa María y todas las historias. Está claro. Pero yo estuve allí. También usted. Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que le repito: haga lo mismo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas [...] Dejemos hablar al viento. Capítulo XXIII

Onetti inventa personajes: Stein, la Mami, la Gorda, ellos y Ernesto, Macleaud, Onetti.

El hombre que me había alquilado la oficina se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o a amigos íntimos [...]

Luego de este Onetti que le alquila una media oficina a Brausen, sigue Tres días de otoño, capítulo en el cual, violentamente, Brausen relata que Díaz Grey viaja en auto hacia el Bajo.
La narración es imprecisa. Hay una mujer. Díaz Grey está imposibilitado de besarla.

Díaz Grey y Elena Sala buscan a un joven.
Es un desesperado profundo.
Brausen irrumpe violentamente.
Dice: Y esto sucedía siempre, con pequeñas variantes que no cuentan; una y otra vez, fingiendo trabajar en mi mitad de oficina, vigilando las espaldas a Onetti.

[…]

Yo besaré los pies de aquel que comprenda que la eternidad es ahora [...] Beso sus pies, aplaudo el coraje de aquel que aceptó todas y cada una de las leyes de un juego que no fue inventado por él, que no le preguntaron si quería jugar.

[…]

Él es así, dice Elena en la calle después de un rato, un hombre que quiere ser él mismo y acepta las reglas. Se refiere a ese yo que besará los pies de aquel otro que comprenda que la eternidad es ahora.

[…]

Termina la búsqueda del desesperado profundo.
Elena se dirige a Díaz Grey.
Yo lo traigo a dormir. Tal vez Ud. quiera otra cosa. Siempre me porté mal con Ud. ¿Qué le gustaría?
Díaz Grey piensa volver al consultorio. Pero.
Me gustaría estrujarla.
Bueno vamos.


2007-12-19

Capítulos doce y trece.
En el doce, Brausen se encuentra cara a cara con la vecina.
Queca se llama la vecina.
Brausen conoce el nombre porque lo ha oído a través de la pared.
El trece lleva por título El señor Lagos. Quiero sólo apuntar que Díaz Grey es conducido de las narices por un personaje largamente pergeñado y que hace ahora un colosal ingreso en la novela.
Tal vez haya algún lector que se trastorne tanto como yo al llegar a estos dos capítulos.

Abajo un fuori di pista de Lolita.

—Estaremos en Briceland a la hora de comer –dije– y mañana visitaremos Lepingville. ¿Qué tal esa excursión? ¿Lo pasaste bien en el campamento?
—Hummmm.
—¿Te apena marcharte?
—Hummmm.
—No gruñas, Lo. Dime algo.
—¿Qué papá? (emitió la palabra con irónica deliberación).
—Lo que se te ocurra.
—¿Te parece bien que te llame así? (sus ojos escrutaron el camino).
—Muy bien.
—Es un ensayo... ¿Cuándo te enamoraste de mamá?
—Algún día, Lo, comprenderás muchas emociones y situaciones; por ejemplo, la armonía, la belleza de la relación espiritual.
—¡Bah! –dijo la cínica nínfula.
Hubo un silencio de poca holgura en el diálogo, colmado por el paisaje.
—Mira, Lo, todas esas vacas en la colina.
—Creo que vomitaré si vuelvo a ver una vaca.
—¿Sabes, Lo? Te eché terriblemente de menos.
—Yo no. Para que sepas, he sido asquerosamente traidora contigo. Pero no importa un comino, porque de todos modos tú dejaste de preocuparte por mí. Eh, señor, usted conduce mucho más ligero que mamita.
Aminoré la ciega velocidad hasta una marcha miope.
—¿Por qué supones que he dejado de preocuparme por ti, Lo?
—Bueno... ¿acaso me has besado hasta ahora?
Muriendo, gimiendo interiormente, vi al frente una curva razonablemente amplia, y me metí y anduve a los tumbos entre la maleza. Recuerda que es sólo una niña, recuerda que es sólo...

Invito también a seguir leyendo Lolita.
Lolita, o Dolores, como cada cual prefiera, desnuda en la imaginación de Humbert.
Me freno aquí.
Mi sangre irisada entra y sale de mi corazón, como entra y sale del corazón de papá Humbert.


2007-12-17

Voy por el capítulo cinco de La vida breve.
El primer capítulo se titula Santa Rosa por la tormenta. Brausen se baña en la ducha; está por empezar un guión para un publicista que se llama Stein. Esto se hace más claro, aunque no fácil, en los capítulos que siguen.
Díaz Grey es creado por Brausen; es un personaje de ese guión. Creo que Brausen parte de un recuerdo para inventar al médico. Díaz Grey observa por la ventana de su consultorio la plaza de Santa María. Brausen estuvo en Santa María, la ciudad junto al río. Aunque sólo una vez.
Un día apenas, en verano.
Por lo tanto, Díaz Grey empieza su vida literaria como personaje de un guión para una película: un viejo médico que vende morfina. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Así el personaje en distintivas palabras del autor.
La creación tiene lugar cuando Brausen cuida de Gertrudis en el hospital. A Gertrudis le sacaron un pecho.
Un argumento le pidió Stein a Brausen, algo que se pueda usar, que interese a los idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes.

2007-12-14

Pasa el tiempo suficiente conmigo, y ni lo verás siquiera.
El escritor viaja al encuentro de Héctor Mann en avión, no sin angustia pero acompañado por Alma, una joven con la mancha de un antojo en la cara, que lo saca a la fuerza del aislamiento en que se encontraba
Él había tenido un accidente en el camino de regreso a su refugio; chocó con la camioneta al intentar esquivar un perro.
¿Mr. Bones?
Al llegar, lo aguardaba la desconocida Alma.
Ahora emprenden juntos el viaje en avión hacia Nuevo México, donde ella dice que está Héctor Mann. Alma se lo asegura. Acaricia la mano del escritor. Alma toma la mano al momento de despegar del aeropuerto donde se estrellaron la esposa y los hijos del escritor.

El penúltimo capítulo consiste en una cadena de especulaciones construidas a partir del acto de hacer algo para luego destruirlo. Tópico en paralelo con la historia de Martin y Claire, Héctor, Frieda, la joven asesinada, el escritor mismo y Alma. Giros y más giros sobre el mismo asunto.
Horas después, la copia de Martin Frost será destruida.
Pregunto dónde quedó el antojo de Alma.
Cuando Zimmer y Alma se ponen de acuerdo en viajar a Nueva México, después de una primera reacción, contraria y violenta, se da entre los dos un bello diálogo. Quiero copiar unas palabras de Alma a Zimmer:

«Pasa el tiempo suficiente conmigo, y ni lo verás siquiera».

En dicha conversación hay una referencia a El antojo, cuento de Nathaniel Hawthorne.
El cuento está en la biblioteca de Alma. Afuera se queman todas las películas de Héctor Mann.


2007-12-07

Juan José Saer aclara dos cosas:

«A la opinión, vulgarizada en la actualidad, de que la novela es lenguaje, el narrador ha de oponer, me parece, una búsqueda de lo concreto».

«Cuando el narrador oiga decir a su alrededor que la narración es un juego, ha de exigir la precisión necesaria para que, libremente, su interlocutor describa de qué juego se trata y se describa a sí mismo describiéndolo».

Arriesgo a que Borges invita a un juego: la búsqueda individual y casi improvisada.

«Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos».

Borges propone esta clase de rompecabezas.
Explica que el resultado contradictorio de la búsqueda puede provenir de la esperanza y la avidez.
Tal vez la noción misma de búsqueda sea inadecuada. Los tesoros se hallan por casualidad.
Y el juego al que darían lugar esas investigaciones produciría narraciones. La construcción de narraciones. El ejemplo material que Borges da es el hrönir.
Propongo pensar el hrönir como una forma de escritura improvisada. De esta manera Borges explica el juego:

«Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto […] los hrönir de segundo y tercer grado —los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön— exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen».

En el capítulo veintiuno de la segunda parte de Lolita, traducción de Enrique Pezzoni, está la pregunta: ¿Quién podrá saber las angustias producidas en un perro por nuestros juegos discontinuos?

Me gustaría citar todo el capítulo veintiuno pero, como antes de finalizar con los juegos quiero copiar un pasaje del inicio, va ahora únicamente este cachito:

«¡Lo, Lola, Lolita! Me oigo llamar desde una puerta hacia el sol, en la acústica del tiempo, tiempo abovedado, enriqueciendo mi llamado de reveladora ronquera con tal ansiedad, pasión y dolor, que habrían logrado abrir el cierre relámpago de su mortaja de nylon, de haber estado muerta. ¡Lolita! Al fin la encontré sobre el cuidado césped de una terraza. Había salido antes de que yo estuviera listo. ¡Oh, Lolita! Jugaba con un maldito perro que no era yo».

El amague es casi la esencia del juego.

[...] Una mañana, salíamos de cierta oficina con sus papeles casi en orden, cuando Valeria, que iba zarandeándose a mi lado, empezó a sacudir vigorosamente su cabeza lanuda sin decir una sola palabra. Callé durante un instante y al fin le pregunté si le pasaba algo. Me respondió (traduzco de su francés, que a su vez sería, según imagino, la traducción de una trivialidad eslava): "Hay otro hombre en mi vida".
En verdad, ésas son palabras feas para los oídos de un marido. Confieso que me ofuscaron. Golpearla allí mismo, en la calle, como habría hecho un hombre honrado del común, no era cosa factible. Años de oculto sufrimiento me habían enseñado un autocontrol sobrehumano. La hice subir, pues, a un taxi que se había deslizado de manera invitadora a lo largo de la acera durante algún tiempo, y en esa relativa intimidad sugerí que aclarara su tremenda revelación. Una furia creciente me sofocaba, no porque sintiera un afecto especial hacia esa figura ridícula, madame Humbert, sino porque los problemas de uniones legales e ilegales, sólo podían resolverse por sí mismos, y ahí estaba ella, Valeria, una esposa de comedia, preparándose a disponer de mi comodidad y mi destino. Le pregunté el nombre de su amante. Repetí mi pregunta; pero ella se empeñó en un grotesco balbuceo, discurriendo sobre su infelicidad conmigo y anunciando planes para un divorcio inmediato: «Mais, qui est-ce», grité al fin, golpeándole la rodilla con el puño. Ella, sin pestañear, fijó en mí sus ojos como si la respuesta hubiera sido demasiado simple para las palabras, después se encogió ligeramente de hombros y señaló la espesa nuca del conductor del taxi, que se detuvo en un pequeño café y se presentó. [...]

Una delicia de ejemplo, me parece.