2008-10-20

Quizás sea interesante no fiarnos del narrador enamorado. Pienso que enamorar y enamorarse despiertan siempre alguna clase de temor. Cierta clase de locura.
Viene ahora a mi cabeza un escrito breve de Borges. Empieza con una reseña del juicio final. El momento fatal en el cual los artistas serían mandados a animar a sus criaturas o creaciones. Los artistas no conseguirían dotar de vida a sus obras y en consecuencia habrían de ser implacablemente condenados al infierno.
En la infancia había un espejo. A Borges le daba espanto la posibilidad de que su reflejo en el espejo cobrase autonomía de su propia persona. Imprevistamente, Borges afirma: veo en el mundo presente resurgir ese temor.
A continuación, comienza a relatar las salidas con una joven. Caminatas que habían ocurrido un tiempo atrás, tres o cuatro años antes. Era una chica sombría, en cuyas venas corría la sangre de abuelos y bisabuelos federales, así como en sus propias venas corría sangre unitaria. Paseó Borges con ella desde Once hasta el parque Centenario. Pero era, se dice así, una chica con la cual no pasaba nada. Borges espléndidamente dice: «Entre nosotros no hubo amor ni ficción de amor: yo adivinaba en ella una intensidad que era del todo extraña a la erótica, y la temía.»
Sin embargo, hubo temas de conversación. En las primeras salidas se acostumbra relatar algún episodio verdadero o prestado del pasado. Pueril, anota Borges. Al punto, relata: «yo debí contarle una vez el de los espejos y dicté así, en 1928, una alucinación que iba a florecer en 1931. Ahora acabo de saber que se ha enloquecido y que en su dormitorio los espejos están velados pues en ellos ve mi reflejo, usurpando el suyo, y tiembla y calla y dice que yo la persigo mágicamente.»
Pero.
Quizás el narrador mienta. No deliberadamente, pero mienta. De suerte que Borges sería un sombrío perseguidor de Julia, la nieta y bisnieta de federales. Unitario y enloquecido. Cebado durante aquellos tres o cuatro años por una ficción de amor, sólo visible en la superficie velada de su relato. Como sucede con la locura paranoica del protagonista de El inquilino, de Polanski. Ficción velada por el yo.
Son perturbadoras las expresiones finales del relato:
«Aciaga servidumbre la de mi cara, la de una de mis caras antiguas. Ese odioso destino de mis facciones tiene que hacerme odioso también, pero ya no me importa.»

5 comentarios:

Pastora dijo...

Raramente me invade una penosa sensibilidad que rebulle adentro. Sucede como en el espejo velado, se desliza un estado de ánimo de otra época, de otro mundo. Tiemblo y callo y siento que se me persigue mágicamente. ¿Es posible que siga viva la niña de seis años o la adolescente vibrante y fanática?
Uso un conjuro para hacer estallar las imágenes, murmuro: tu pasado te condena, su pasado la condena... -y al final digo o pienso- ¿cómo era el título de la película esa que...?

Gustavo López dijo...

I confess?
Marnie?

Se me ocurrieron estas dos de Hitchcock. Y ahora A history of violence, de Cronenberg.

Víctor Sampayo dijo...

No puedo imaginar un acoso más terrible que el de una imagen ajena en el espejo. Así sea la de Borges. Por supuesto, la paranoia de la mujer tiene el mismo tamaño del acoso. O quizá un poco más.

Gustavo López dijo...

Sí, Victor, quizás un poco más... pero, ahora que nos metimos en el barro, embarrémonos.
Quisiera evitar la generalización: los varones no tenemos ningún bemol a la hora de tener sexo, mientras que las damas sí. Yo no sostengo dicha generalización, pero la escucho constantemente en boca de diversas damas; así como también escucho que la principal razón por las cual ellas se niegan a tener sexo es el temor a enamorarse. Enamorarse de ese caballero que solamente quiere tener sexo.
La verdad es que yo no estoy seguro, quiero decir que no sé. Pero el pensamiento tendría más o menos la siguiente forma en la fantasía femenina: este tipo sólo quiere cogerme y me gusta, pero no voy a permitírselo porque yo me conozco… sé que después me enamoro.

euridice dijo...

Hacer el amor: forma desconcertante de tener sexo