2012-12-15

«Miles de pequeñas puertas submarinas se abrieron a mí conocimiento desde aquel día en que don Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección. Desde entonces y al azar de mis viajes recorrí los siete mares acechándolos y buscándolos.»
LIBROS Y CARACOLES   Pablo Neruda




2012-11-17


Ingresá a Facebook para ver el Quijote y las moles de Azul:

2012-11-05

Senquiu, okei beibi, senquiu.

«[…] entre los pobres, el hombre alegra al hombre, como el hijo mayor de Martín Fierro entendió en la prisión.»

Evaristo Carriego, por Jorge Luis Borges.
Cita de Leonardo Favio en Pasen y vean, libro de entrevistas con el cineasta, por Adriana Schettini.

2012-11-02

A poco del final, Mitsu Nedokoro sale a la superficie y asoma la cabeza por la abertura de unas tablas del suelo del sótano de piedra. En el fondo del sótano vio los ojos moribundos de un gato atigrado.

Eran los ojos de un gato viejo, desesperadamente tranquilo, con sus iris amarillos brillando como un pequeño crisantemo. Los ojos de un gato que, a pesar de las ráfagas de electricidad estática que le recorrían el centro de su diminuto cerebro, se guardó en su interior el sufrimiento y permaneció tranquilo y sin expresión, al menos para quienes lo veían desde afuera. Los ojos de un gato que ocultó su agonía a los demás, como si no existiese, como algo que sólo a él le pertenecía.

La aldea de Ōkubo, en la isla japonesa de Shikoku, constituye  el teatro perdurable de El grito silencioso: una ruta forestal desemboca en una hondonada; a un lado crece el  bambú y en el centro del valle se ubican la escuela pública, el templo, el campo de fútbol, el almacén de los antepasados de los hermanos Nedokoro y el supermercado coreano que en los días de ofertas especiales eleva sobre la aldea un banderín amarillo.
En Taka, el menor de los hermanos Nedokoro, no circula la sangre del bisabuelo, el comerciante precavido y conservador, que construyó el almacén, sino que, y por el contrario, palpitan la rebeldía del hermano menor del bisabuelo, así como también el sacrificio de 1945 del primer hermano, S’ji Nedokoro, cuyas cenizas quedaron en el templo hasta el arribo con Mitsu para vender el almacén de la familia. Una parte del adelanto recibido de manos del comprador, el coreano del estandarte amarillo, es destinado por Taka a adquirir nuevas pelotas para el club de fútbol de la aldea.
Mitsu descree de las hazañas de los muertos y de las filosofías de los iluminados revolucionarios. Las hipótesis de un ex maestro de la escuela, el diario de S’ji, que el monje encuentra por casualidad en el templo, y el sucio librito, que surge de los primeros escombros del almacén, son las fuentes autorizadas que sustentan la mirada de Mitsu sobre el ambivalente pasado. Su esposa, Natchan, que acompañó a los hermanos en el retorno a la aldea, no obstante haber considerado esas historias como cuentos de viejas, se sumará a las rondas de saqueo al supermercado coreano, junto con los jóvenes del equipo de fútbol, que habían ya cerrado filas alrededor de Taka.
La revuelta contra los nobles de hace cien años atrás y los asaltos a la colonia de estraperlistas coreanos de 1945 —tal vez— están menos organizados que la prosa asentada en los miedos, los recuerdos, las leyendas, los rumores, las invenciones y los silencios de los hermanos.  No hay un enlace viviente, hay mera rotación.
El principio y el final de esta novela de Oé trazan la curva de una parábola que niega y afirma a la vez, escarnece a los héroes y los resucita. El bosque ocupa el hueco de la pared derribada del almacén, el rojo pinta el cielo y el infierno.

2012-10-16

Página/12  25 de julio de 2000
Por Osvaldo Bayer

Los guiones que firman Puenzo y su hija Lucía Puenzo son una siembra y una cosecha de lugares comunes no para «asustar al burgués» sino para «divertir el burgués». La ignorancia es tal que Puenzo sostiene en el guión que durante el gobierno radical de Yrigoyen se torturaba a los presos políticos con la picana eléctrica, y se lo hace aparecer al comisario Leopoldo Lugones (h) haciendo mediciones de descargas eléctricas. La ignorancia del guionista es supina ya que todo eso perteneció al período de la dictadura de Uriburu. Pero para el señor director todo es igual. En Hollywood se hace así. La biblia y el calefón. ¿A quién le interesa la verdad histórica? Ni el más ignorante de los guionistas puede cometer un error así. Ante todo es una falta de respeto al espectador.
Aquí me tengo que reprochar a mí mismo, ya que yo conecté a América Scarfó con Puenzo. Aprovechó toda la sinceridad y la cordialidad de América para hundir en la obscenidad hasta el hartazgo la hermosísima amistad de esos dos hermanos, América y Paulino, éste fusilado un día después que Severino. Una relación absolutamente pura e idealista que en el guión de Puenzo aparece ensuciada por la falta de buen gusto y el afán de sorprender al espectador.
Pero todo es descrito así con liviandad y mal gusto. Además de la burla baja, Puenzo traiciona toda la realidad épica que tuvieron los hechos. Rebaja al anarquismo como un par de locos que a veces tiran una frase hecha de la ideología pero en el fondo los describe como unos descolgados sanguinarios. El caso de Paulino Scarfó es patético. Tal vez haya sido el joven más idealista de todo el grupo. Puenzo lo pone como un asesino frío y calculador. Eso es una mentira que imita a los comunicados oficiales de la época de la dictadura. Esto no sólo hiere a la familia Scarfó, sino también al historiador que escribió la verdad basada en centenares de testimonios y documentos de todos lados del acontecer histórico. Bastaría mencionar las escenas elaboradas por Puenzo sobre el robo del ataúd de Magrassi con el cadáver adentro. Eso no ocurrió nunca y se necesita tener una mentalidad sin pudor para meter de rondón algo de tan mal gusto y cavernario, el jugar con cadáveres. En fin, los anarquistas hablan en cocoliche, cantan una canción de lucha con arreglos fascistas, son vagos, no trabajan. Cuando describe a la familia Scarfó, el propósito de Puenzo es describir una familia de tanos grébanos. Claro, es más de firulete, de tango de comedieta, ridícula en su significado, baja, deplorable, ni siquiera tiene la calidad del sainete. Hasta Vacarezza lo hubiera deplorado. Ni siquiera Puenzo se tomó el trabajo de estudiar el idioma de los años veinte. Total para qué. Dale que va, diría Discepolín.

No se hace arte con la mentira. Les pido a los actores que proyectan actuar en el engendro de Puenzo que piensen que aquellos protagonistas ya no pueden defenderse.



2012-10-02

¿Qué tendrán las reliquias que nos excitan tanto? ¿Acaso creemos que las palabras no son suficientes? ¿Pensamos que los restos de una vida contienen una verdad extra?

El loro de Flaubert está construida sobre la base de preguntas. Por lo menos hasta aproximadamente la mitad.
Al comienzo, el doctor Braithwaite camina a lo largo de la Avenue Gustave Flaubert en busca del museo del escritor. Puedo repetir ahora el trayecto.
A mi izquierda, una joven estira la mano para repartir planillas entre las personas reunidas en la puerta de una auto école; en la vereda opuesta hay una panadería y más allá sigue estando el bar Le Flau­bert; tomados de la mano, una pareja viene en sen­tido contrario al mío; antes de llegar a la esquina con la Rue de Buffon, resaltan los pantalones reflectivos de color naranja de un barrendero negro; una cuadra más ade­lante, donde termina la Avenue Gustave Flaubert, está la verja de la actual Prefectura; en las inmedia­ciones hay una Mercedes de Ambulance Alpha y ninguna Peugeot que lleve el apellido del escritor, pero aparece un mendigo; más allá, do­blando hacia la izquierda por la Rue de Lecat, en la vereda impar se encuentra el Musée Flaubert.
Su mano, medio oculta en la penumbra, tantea los cuatro escalones de la entrada.
—¿Dónde es?
Hago avanzar la Rue de Lecat.
—¿Adónde vas?
Los escalones grises, a causa de mi maniobra, dejan de ser señalados; ahora introduce sus ojos en dos hombres con jeans y una mujer de brazos cruzados que se hallan más adelante, cerca de un teléfono público. Fija en mí sus ojos sin pestañear, pero no respondo.
—¿Querés ver a la niña muerta? —sonríe, invitán­dome. La muerte de Worcester fue una travesura que rastrearon las cámaras por casualidad.
Como si estuviéramos buscando el lugar donde Rouen cobrara más densidad, posa su mano y hace que retro­cedamos. Se queda inmóvil en la cabina de teléfono, mirando ahora a un hombre de indumentaria depor­tiva y a un muchacho que lleva puesta una campera con capucha que le cubre la cabeza; sin embargo, desde otro punto de la calle, situado aproximada­mente a la altura de la entrada del museo, basta asomarme a sus ojos para reconocer que el hombre y el muchacho ya no están en la cabina y en cambio aparecen nuevamente los dos hombres de jeans junto a la mujer de los brazos cruzados. Frente a la Prefectura, en la esquina con la Avenue Gustave Flaubert, ella me reconoce extraviado en la contempla­ción del mendigo que sigue ahí, no está o se aleja de espaldas a nosotros en dirección al museo por la ve­reda par de la Rue de Lecat.
Las letras blancas en el asfalto señalan el carril exclusivo del ómnibus. Sus ojos es­crutan el carril hasta la parada vacía.
—En serio, ¿dónde estamos?
—En Rouen.
De repente, en la parada surgen dos mujeres que conversan.
Lo que despierta interés es lo aleatorio. Supongo que a ella le está sucediendo lo mismo y que las personas capturadas la incitan a moverse sin miramientos por la calle del museo y la avenida. Permanece fija en las caras y, sobre todo, en la única que no está difuminada, la del barrendero negro.
Veo a sus ojos ir y venir tanteando cada uno de los ocultamientos. Ahora los sigo, entre sorprendidos y burlones en su cara comida por la oscuridad, y veo que una vez más se fijan en la cara del barrendero negro, que no está borrada. Se le escapa una exclamación:
—¿Será un experimento?
—Ni siquiera —digo.
—El cuerpo fue borrado entero.
Adivino que se refiere a la niña de Worcester. Tan pronto como los vecinos atisbaron el cuerpo, tumbado boca abajo y con los pies desnudos —el calzado, unos zuecos plásticos de color lila, estaba desparramado abajo del cordón, sobre el asfalto—,  llamaron al Worcester News.  Las alertas telefónicas dejaron en el periódico local constancia de un hecho de violencia en la vereda par de Middle Road, entre Great House Road y Pitmaston Road, que por mínimo que fuera o hubiese sido —habían transcurrido cinco meses desde la publicación de la toma— demandaba ser investigado. A la mañana siguiente, cuando los vecinos despertaron, la niña emergía con una sonrisa de las páginas del periódico. El solerito a cuadros con los colores de la Union Jack resaltaba nítido contra el plano desolado de Middle Road. Ante la inquisitoria periodística, la niña precisó que la escena era del verano anterior y que la había fingido sólo como parte de un juego con otro niño.  Una vez que apareció el artículo en el periódico local, los medios de comunicación se lanzaron a Worcester sin interrupción. Un corresponsal nacional del Telegraph Media Group se dirigió a la madre del compañerito de juegos de la niña para hacer comprobaciones acerca de la impresión que ella hubo de experimentar ante la pavorosa escena. La madre, que pidió al corresponsal no ser identificada, confesó que cuando se enteró de las imágenes salió a dar un vistazo a la vereda y le pareció genial.
—Quizás no le borraron el rostro al negro —digo— porque se trata de un trabajador público.
—Naaa.
Se aleja ahora de Rouen para avistar en Escocia al hombre con cabeza de caballo.
Me comenta que el hombre fue sorprendido por lo menos dos veces con la misma máscara de látex en diferentes zonas de Aberdeen; la primera vez, tieso como un granadero delante de la pared que da al fondo de una casa que se en­cuentra a pocos metros del río Dee; la segunda, en el acceso a un campo de deportes de las afueras de la ciudad, casi a cinco kilómetros al noroeste de la primera, con la mano derecha en el bolsillo del pantalón y en com­pañía de una joven que vestía un uniforme de secundaria.
Atisba la pared como si fuese a traspasar el muro del castillo de un cuento de hadas, donde la princesita duerme junto con sus nodrizas y sirvientes un sueño de cien años. La silueta compuesta de los zapatos, los pantalones oscuros y la polera violeta del hombre de cabeza de caballo es visible. Sin embargo, la máscara, a la manera de las caras de Rouen —excepción hecha de la del barrendero negro— está difuminada. Por el contrario, en el otro sitio, en las afueras de Aberdeen no quedan rastros. El hombre con cabeza de caballo y la estudiante de secundaria no están. Ambos fueron borrados por completo, de la misma manera que ocurrió con la imagen de la niña de Worcester.
—Siempre imaginé a los cuerpos vesubianos más grandes que los nuestros. Pensé que eran preciadas reliquias porque se trataban de calcos de la muerte. Acaso esa proporción se debió, y se debe, a la contemplación con ojos de niño. Quels documents pour l'histoire future.
Ella observa el campo de deportes de Aberdeen como si fuese el límite de una civilización extraña, o algo así.
—Los trayectos hasta el museo, tanto el de la novela de Barnes como el que nosotros acabamos de realizar, y el recorrido hasta dar con el hombre con cabeza de caballo, y también el que nos llevaría a la niña muerta, todos, incluida la barrera de coral, enfrente de Queensland, me dan la impresión de ser una Pompeya en fragmentos.
—Quiero rodar por el mar de corales.
—¿Por qué no? —digo a los ojos expectantes de pulseras.


Olvido las anticipaciones, recuerdo el cuento de Las mil y una noches: El pescador y el genio. Hay una escena con un sultán que iba a buscar una laguna de la que provenían unos peces prodigiosos. Afrontó una llanura desierta, ubicó la laguna y acampó. Después de una larga vuelta exploratoria, al cabo de dos días, se topó con un castillo, cuya puerta de hierro se encontraba abierta. Ingresó y contempló una fuente asombrosa en el centro de un patio. Había pájaros que no podían escapar del patio a causa de una red extendida en lo alto. Llamó su atención que no había nadie. Anduvo por los corredores, observó que los salones estaban revestidos con tapices y muebles magníficos. Pero no encontró a nadie. La escena finalmente termina cuando oyó un gemido humano que provino del otro lado de un tapiz. El sultán lo descorrió y pasó a una imponente habitación, donde estaba un joven echado en una cama. Se acercó y vio que el joven se encontraba petrificado de la mitad del cuerpo hasta los pies.


2012-09-26

Hubo rumores de que leones huidos merodeaban por las proximidades de la iglesia conmemorativa del emperador Guillermo; pero realmente yacían asfixiados y carbonizados en sus jaulas. Hans Dieter Scḧäfer.


2012-08-19

Le investigazioni in massa producono oggetti contraddittori



El gráfico presenta tres niveles de lectura de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.


El mapa sinóptico (en redondo) define la geografía de los mundos.

La línea de tiempo (vertical izquierda) narra la secuencia de eventos como propone Borges.

La proyección lineal (horizontal derecha) resalta las claves conceptuales de la transición de un mundo a otro.



2012-04-21

The end is so immense, it is its own poetry. It requires little rhetoric. Just state it plainly.
PHILIP ROTH: EXIT GHOST


Estas son las nuevas piecitas del 2011, desde la trece a la catorce: Balcarce 259 [14 enero] Estados Unidos 1505 [12 febrero]

El resto del antipuzzle

2012-03-09

¿Importan los libros que los escritores no llegan a escribir? Es fácil olvidarlos, dar por supuesto que la bibliografía apócrifa sólo puede contener ideas malas, proyectos justamente abandonados, embarazosas intuiciones iniciales. No tendría por qué ser así: las ideas iniciales suelen ser las mejores, y menos mal que luego son animosamente rehabilitadas por las terceras ideas tras haber sido estropeadas por las segundas. Además, una idea no siempre acaba siendo abandonada debido a que no ha podido pasar una prueba de calidad. La imaginación no produce de forma anual como los frutales. El escritor tiene que aprovechar todo lo que encuentra: a veces, más cosas de la cuenta; otras, poquita cosa; y otras, nada de nada. Y en los años de superabundancia siempre hay en algún frío y oscuro desván, algún cajón que el escritor visita de vez en cuando; y sí, vaya hombre, mientras él estaba trabajando con tesón en la planta baja, arriba en el desván siguen esas pieles arrugadas, esos avisos de alarma, un repentino hundimiento pardo y el retoñar de los copos de nieve. ¿Qué puede hacer el escritor con todo eso?


Vanna trajo este resto de cerámica de la orilla del mar.
Pero en el tiempo transcurrido, seis años ya, consideré olvidada para siempre la novela en la cual había leído algunas de las inscripciones.
Aquel verano, Vanna y Flor partieron muy temprano desde Cabo Corrientes hasta Playa Grande. Flor quería juntar caracoles que tuvieran un agujerito en el borde de la abertura para luego enhebrarlos y armar pulseras. Una compañera de colegio, le había mostrado a Flor las pulseras que había hecho y le había dicho que el mar durante la noche formaba montañas de caracoles en Playa Grande. Así que para hacer una buena cosecha de esos caracoles era conveniente ir a Playa Grande al amanecer.
Me enteré de los detalles el día que llegué. Por la noche, Flor se quedó con la abuela y antes de cenar visitamos con Vanna el Museo del Mar. Mientras estábamos en el bar del museo, rodeados del oscuro movimiento de los grandes peces del acuario, Vanna me mostró el trozo de cerámica con las inscripciones en inglés. Me contó del madrugón con Flor y que había encontrado esa bella pieza en el vertedero que deja el mar, el mismo de donde Flor recogió dos bolsas de súper, repletas de caracoles. Vanna suponía que podría haber sido parte de la vajilla inglesa de algún transatlántico. Seguramente sería parte de algún plato, pero se me ocurrió que las inscripciones podrían indicar el nombre del barco. De repente, me vino a la mente Bouvard y Pécuchet o, para ser justo, el recuerdo visual de que en la novela de Gustav Flaubert se nombraba ...ON BROS, HANLEY, ...TOKE ON TRENT. Pero los personajes de Flaubert engloban tantos libros, autores, sitios, héroes y despropósitos que esa imagen bien habría podido ser falsa.
Después de aquel verano, la cerámica fue a parar junto a los fragmentos de azulejos blancos que habitualmente recogemos de la playa de escombros de Buenos Aires. También guardamos piezas transparentes, que son pedacitos de vidrio de botellas, y de color de polvo de ladrillo, que no son otra cosa que cachos de ladrillos de demolición, y celestes o verdes, que son fragmentos de vidrio y de azulejos de esos colores. Cinco colecciones de restos y escombros de la ciudad. Piedras pulidas por el Río de la Plata que, de lo contrario, se habrían vuelto granos de arena.
Pero hace pocos días, en otra playa muy diferente a la de seis años atrás, Vanna hizo que yo viera de dónde era que había recordado las inscripciones de la cerámica.
Los médanos ahora nos protegían del viento. Ella devoraba los pasos del escritor Nathan Zuckerman por Nueva York y yo volvía a errar por Rouen y Croisset en compañía del doctor Geoffrey Braithwaite. La interrumpí para leerle un parágrafo —arriba, en bastardilla— que pertenece a Los apócrifos de Flaubert, capítulo de El loro de Flaubert, de Julian Barnes, que en la edición francesa lleva por título: Les oeuvres secrètes de Flaubert.
—¿Qué puede hacer el escritor? —señaló Vanna al fin del parágrafo.
—El doctor Braithwaite opina que ya hay demasiados libros —comenté, y Vanna me pidió que continuara.
Había leído por primera vez El loro de Flaubert hacía más de diez años. La traducción al español, como la edición original en inglés, refiere a esas «obras secretas» como apócrifos de Flaubert, en el sentido de que serían textos atribuidos a Flaubert, pero que nunca habrían pasado de ser esbozos. Se mencionan los cambios o un final diferente para L'Education sentimentale, la conclusión definitiva de Bouvard et Pécuchet, una autobiografía, la traducción del Candide y algunos no-libros, que habrían llevado por título Une nuit de don Juan y La Spirale, así como también una novela de caballería, etcétera. Sin embargo, en la arena de los médanos, tendido boca abajo al lado de Vanna, no recordaba nada de estas páginas.
En la novela, es un médico, el doctor Braithwaite, quien pasa revista de los libros secretos y cita una carta de 1844, en la cual Flaubert expresaba que leyó veinte veces el Candide y que lo tradujo al inglés. El doctor Braithwaite dice que esto no le suena a una tarea para el hogar, sino más bien a un ejercicio de escritura que Flaubert se habría impuesto a sí mismo. Pero observa que a juzgar por el uso errático que Flaubert hacía del inglés en sus cartas, la traducción habría conferido un toque de comedia al sarcasmo característico de Voltaire. A modo de ejemplo del «Gustave’s erratic use of English», el doctor Braithwaite menciona que en unas notas de 1866 sobre los azulejos Minton, tomadas durante una visita al museo de South Kensington, en Londres, Flaubert cambió «Stoke upon Trent» por Stroke upon Trend .
De repente, Vanna interrumpió mi lectura en voz alta.
Fue solamente un instante, pero durante el cual me había quedado pensando en el humor de Julian Barnes, quien a través de su médico-biógrafo, compartía la anécdota de Flaubert en el museo, que asociaba, con intención o no, a aquellos azulejos con algo así como un Infarto de Moda. Vanna, con emoción, dijo:
—Puede ser el sello de la cerámica inglesa: «Stoke upon Trent».
—Pero sí —me eché a reír porque era de las páginas de esta novela sobre Flaubert, y no de Flaubert, de donde yo había recordado las inscripciones.
De vuelta en Buenos Aires, con la nota de Flaubert corregida por Barnes, averiguamos que tanto los azulejos como la cerámica provenían de un importante centro alfarero de Inglaterra que data del siglo XVIII, al punto que se lo conoce desde entonces como the Potteries o las Alfarerías.


Esta región abarcó seis pueblos, cuyos límites se fueron expandiendo, hasta que a comienzos del siglo XX conformaron una ciudad, denominada oficialmente STOKE ON TRENT. Este es el nombre grabado en el trozo de cerámica, aunque le falta la «S» de STOKE.
Los seis pueblos son en la actualidad barrios o vecindarios, pero conservan sus antiguos nombres: Tunstall, Burslem, HANLEY, STOKE UPON TRENT, Fenton y Longton.
La ciudad STOKE ON TRENT se encuentra en el centro de Inglaterra; HANLEY resulta ser el nombre que aparece entre paréntesis en la cerámica encontrada y es el centro de la ciudad; STOKE UPON TRENT es un barrio del sur, donde se hallaba la primera fábrica de los azulejos Minton. De suerte que enhebrando azulejos y cerámicas, a la manera de Flor con sus caracoles, pude hacer una especie de mapa-pulsera. Resta todavía dar con el objeto del que procede la cerámica.