2012-11-17


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2012-11-05

Senquiu, okei beibi, senquiu.

«[…] entre los pobres, el hombre alegra al hombre, como el hijo mayor de Martín Fierro entendió en la prisión.»

Evaristo Carriego, por Jorge Luis Borges.
Cita de Leonardo Favio en Pasen y vean, libro de entrevistas con el cineasta, por Adriana Schettini.

2012-11-02

A poco del final, Mitsu Nedokoro sale a la superficie y asoma la cabeza por la abertura de unas tablas del suelo del sótano de piedra. En el fondo del sótano vio los ojos moribundos de un gato atigrado.

Eran los ojos de un gato viejo, desesperadamente tranquilo, con sus iris amarillos brillando como un pequeño crisantemo. Los ojos de un gato que, a pesar de las ráfagas de electricidad estática que le recorrían el centro de su diminuto cerebro, se guardó en su interior el sufrimiento y permaneció tranquilo y sin expresión, al menos para quienes lo veían desde afuera. Los ojos de un gato que ocultó su agonía a los demás, como si no existiese, como algo que sólo a él le pertenecía.

La aldea de Ōkubo, en la isla japonesa de Shikoku, constituye  el teatro perdurable de El grito silencioso: una ruta forestal desemboca en una hondonada; a un lado crece el  bambú y en el centro del valle se ubican la escuela pública, el templo, el campo de fútbol, el almacén de los antepasados de los hermanos Nedokoro y el supermercado coreano que en los días de ofertas especiales eleva sobre la aldea un banderín amarillo.
En Taka, el menor de los hermanos Nedokoro, no circula la sangre del bisabuelo, el comerciante precavido y conservador, que construyó el almacén, sino que, y por el contrario, palpitan la rebeldía del hermano menor del bisabuelo, así como también el sacrificio de 1945 del primer hermano, S’ji Nedokoro, cuyas cenizas quedaron en el templo hasta el arribo con Mitsu para vender el almacén de la familia. Una parte del adelanto recibido de manos del comprador, el coreano del estandarte amarillo, es destinado por Taka a adquirir nuevas pelotas para el club de fútbol de la aldea.
Mitsu descree de las hazañas de los muertos y de las filosofías de los iluminados revolucionarios. Las hipótesis de un ex maestro de la escuela, el diario de S’ji, que el monje encuentra por casualidad en el templo, y el sucio librito, que surge de los primeros escombros del almacén, son las fuentes autorizadas que sustentan la mirada de Mitsu sobre el ambivalente pasado. Su esposa, Natchan, que acompañó a los hermanos en el retorno a la aldea, no obstante haber considerado esas historias como cuentos de viejas, se sumará a las rondas de saqueo al supermercado coreano, junto con los jóvenes del equipo de fútbol, que habían ya cerrado filas alrededor de Taka.
La revuelta contra los nobles de hace cien años atrás y los asaltos a la colonia de estraperlistas coreanos de 1945 —tal vez— están menos organizados que la prosa asentada en los miedos, los recuerdos, las leyendas, los rumores, las invenciones y los silencios de los hermanos.  No hay un enlace viviente, hay mera rotación.
El principio y el final de esta novela de Oé trazan la curva de una parábola que niega y afirma a la vez, escarnece a los héroes y los resucita. El bosque ocupa el hueco de la pared derribada del almacén, el rojo pinta el cielo y el infierno.