2013-12-30

West Island

La impresión de ver el cráneo humano en el islote enfrente del palacio de Buckingham hizo que el hervidero de gritos, voces y risas se apagara. O mejor dicho, la agitación, el chapoteo y las carcajadas no se apagaron; en verdad, llegaban hasta Flor de todas las direcciones, pero de golpe ella dejaría el borde de la pileta para luego cruzar el jardín y alejarse por las calles vecinales.
Entre los plátanos y los falsos paraísos, las líneas incandescentes formaban un encaje enceguecedor. La fronda de los tilos protegía ciertos tramos. Pero expuestas al sol de febrero, como casi no había tilos, y como era mediodía, la una y media, a más tardar, las calles se abrasaban. De la uniformidad de los jardines no venía menos luz. Parecía una fotografía sobreexpuesta, donde el gramillón se arrastraba hasta las zanjas para hundirse y luego reverdecer a ambos lados de las calles, segado, pulcro y lustroso. De lo alto caía un zumbido constante, como el de un motor que trabaja al sol. Las cigarras y un avión en la lejanía; por lo demás, todo estaba en silencio.
En la calle que llevaba hasta las canchas de tenis y torcía justamente al llegar al golf, aparte de algunos autos estacionados sobre la gravilla de los accesos a las propiedades, que se trataba en realidad de una escoria proveniente de la fábrica de tubos establecida en la orilla occidental del Paraná de la Palmas, no había un alma, nada, en todo el trayecto. Flor se detuvo cuando había caminado un kilómetro, o tal vez un poco más. El estrépito de perforaciones en las ramas, de manchas y círculos de sol que se amoldaban a su capelina y a las partes desprotegidas de su piel, la ensordecía. Estaba frente al campo de golf y todavía le quedaba una sombra desde donde mirar el horizonte que la luz cruda volvía blanquecino.
Buscó la sombra, se sentó al pie del árbol y, reclinándose hacia atrás, pensó en el cráneo sin dolor, sólo como una imagen realizada por alguno de los drones que regularmente sobrevuelan St. James Park. Pero, ¿de quién sería? ¿De una mujer? ¿Habría sido asesinada? Trataba de dilucidar la procedencia de un cráneo, en un islote desleído por el cielo blanco y en un tiempo pasado, sobre cuya existencia no se conocía una palabra. Los encargados de procesar el mapeo de los drones no habrían visto el cráneo, porque de lo contrario ya lo hubieran borrado, como hicieron en Worcester con la niña muerta y con el hombre de cabeza de caballo en las afueras de Aberdeen.
Un manto de nubes blancas cubría el St. James en una suerte de mañana amniótica. La primavera palpitaba cerca y Flor podía explorar el parque, eligiendo esto o aquello: un roble, la ardilla que come de la mano de una vieja con la cara difuminada, los sauces, el tronco que hace de subibaja, los fabulosos guijarros incrustados en el arenero, los gorros de polar, las bufandas largas, el destello de los cerezos florecidos, los pelícanos avanzando con los transeúntes sin rostro por la senda que bordea el lago. En un extremo, la Isla de los Patos, en el otro, el islote denominado West Island.
Una transitoria línea de sol caía entre las hojas y las ramas maceradas por el tiempo y las lluvias. El cráneo no había sido fruto de una sugestión, seguía en el suelo de West Island. Alrededor brotaban plantas silvestres; innumerables variedades de musgo llenaban sus huecos. Había también unas botellas de Tanqueray. Mientras hacía zoom y paneaba, rotaba e inclinaba la zona que había acotado del islote, de cuando en cuando se detenía para espiar las ondulaciones y los bancos de arena. Sobre toda la perspectiva pesaba un aire desolador.
Flor permanecía sentada a la turca, aislada bajo la sombra del tilo. A lo lejos, el golf se fundía en una arboleda, después baldíos, basurales y cavas a cielo abierto. En el espacio contiguo, un barrio de calles sin asfaltar y una tierra de nadie con cardales dispersos y cubiertos de polvo. Detrás, un poco más lejos, la Ruta Panamericana que cruza en dirección S-N la llanura relegada a la miseria.


2013-11-12

Segunda clase

En una trasnoche televisiva, di con Plein soleil, una adaptación cinematográfica de la novela de Patiricia Highsmith, con Alain Delon como Tom Ripley. La agarré empezada, en la parte en que Tom es abandonado en el bote, un poco antes del asesinato de Phillipe (Dickie en el libro). Felizmente, la película se diferencia de la novela bastante más que una faca de un remo.
Al comienzo de la novela, por encargo del padre de Dickie, Tom va embarcarse en primera clase, en un transatlántico desde Nueva York a Europa. El día de la partida, un grupo de amigos lo esperaba en el camarote. Tom se molestó, pero guardó silencio. Los amigos bromeaban, habían deshecho la cama y revisado todo. Brindaron con whisky, usando los vasos del lavabo hasta que el camarero trajo suficientes vasos para todos. Una amiga jugó a esconderse en el ropero y a hacer el viaje como polizonte, junto a Tom. Fastidiado por la sorpresa, Tom dejaría el camarote y saldría a la cubierta.
Cuando la tripulación dio la orden de que las visitas descendieran, Tom decidió volver, aunque supuso que encontraría todavía a sus amigos y que tendría que echarlos a la fuerza. Entonces, dio un rodeo.
Tomó una escalera estrecha y se topó con un cartel que decía: CABIN CLASS ONLY. Sin embargo, Tom traspuso la cuerda de la que colgaba el cartel, porque a nadie le importaría que «un pasajero de primera clase se colara en segunda».
Cuando percibió el movimiento del transatlántico, se dirigió de nuevo al camarote. Entró con cautela. Vacío. El cubrecama extendido. Los ceniceros estaban limpios. No había ninguna señal de que los amigos habían estado allí. Tom se relajó y sonrió. ¡A esto se llama un buen servicio!
En los días que siguieron, para matar el tiempo, compró una gorra y se divirtió probándosela ante el espejo del camarote. Se preguntó por qué nunca había pensado en usar una antes. Podía parecer un hacendado terrateniente, un matón, un súbdito inglés o francés, o, un excéntrico estadounidense, dependiendo de cómo la llevara.
Empezaba una nueva vida.


Tom fue a la biblioteca en busca de la novela de Henry James que el padre de Dickie le había preguntado si había leído. Como no la encontró en los estantes, consultó por el título al encargado: ¿Tienen The Ambassador [sic], de Henry James?. Lo sentimos, pero no lo tenemos, señor.
Tom sintió que debía leer ese libro y se le ocurrió probar en la biblioteca de segunda clase. Lo encontró, pero cuando proporcionó al encargado su número de camarote para llevar la novela en préstamo, éste le dijo que a los pasajeros de primera clase no se les permitía llevar libros de la biblioteca de CABIN CLASS. Lo sentimos mucho, señor. Tom se lo había imaginado y retornó la novela dócilmente al estante correspondiente. Habría sido fácil para él esconderla debajo de la chaqueta, «increíblemente fácil».
Este fragmento del viaje condensa todo el programa para el desarrollo de la novela de Highsmith. Planeo ahora ver desde el principio la película de René Clément, así como también buscar el libro de Henry James: Los embajadores —me provocó gracia la situación en torno a las bibliotecas del transatlántico.

2013-10-08

2013-09-27

El extranjero

Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo,

me quedaba esperar que el día de mi ejecución

haya muchos espectadores

y que me reciban con gritos de odio.

2013-08-24

No se conocen muchos detalles



No se conocen muchos detalles del hombre que se negó a abrir sus ojos. Su nombre era Thomas Bede y fue arrestado por la policía bajo el cargo de «sobornar testigos». La Corte de Sidney lo declaró culpable el once de diciembre de mil novecientos veintiocho y le aplicó una multa de ocho dólares australianos.
Comparo esta imagen con la que Eduardo Comesaña tomó con su Leica M3 de Jorge Luis Borges en el programa Odol Pregunta del veintitrés de abril de mil novecientos sesenta y nueve. La fotografía captó a Borges que bajaba los párpados y elevaba un poco la cabeza, como si urdiera un laberinto invisible.
Sin embargo, la fotografía corresponde a una emisión del programa de preguntas y respuestas por un millón de pesos, a la que Borges había sido invitado y en la que concursaba Gregorio Santos Montes, de diecisiete años, cuyo sueño era tener un caballo.

2013-07-08

La mujer judía y Respiración artificial


Künstliche Atmung, edición alemana (2012) de Respiración artificial

Acabo de leer el título de la novela de Ricardo Piglia en el texto de Die jüdische Frau (La mujer judía), publicada por primera vez en la revista literaria Das Wort (La palabra), en 1939.
La mujer judía forma parte de Terror y miseria del Tercer Reich, serie de veinticuatro obras cortas, o episodios, escrita por Bertolt Brecht entre 1935 y 1938 en Dinamarca. La revista Das Wort se imprimía mensualmente en Moscú y formó parte de la llamada prensa de lengua alemana en el exilio, que fue promovida por emigrantes alemanes y austríacos durante el nazismo.
En 1978, la revista de cultura Punto de vista había dado a conocer en Buenos Aires un anticipo de la novela de Piglia bajo el título de La prolijidad de lo real. Se trataba, con la salvedad de algunos cambios, del comienzo de la novela futura, y en él se podía leer, puesto entre paréntesis, el título definitivo, Respiración artificial, aunque como título de una novela de Emilio Renzi, personaje de la ficción. Dos años más tarde, en 1980 se publicó por primera vez Respiración artificial.
En la contratapa de la primera edición podía leerse una semblanza de la dictadura que gobernaba a la Argentina desde 1976:

Tiempos sombríos en los que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder sobrevivir.

Respiración artificial es una novela de interpretación, donde el pasado, el presente y la ficción se cruzan y modifican de manera recíproca. Dice José Di Marco: «No hay [en la novela de Piglia] un intento reconstructivo [de la historia argentina] sino, más bien, una allegoresis: se dice una cosa para hablar de otra. […] Aunque dé a entender, desde un comienzo, que su tema no es otro que la dictadura militar, Respiración artificial jamás habla explícitamente de ésta.» Los lazos alegóricos resultan claros, como dice Silvia Lorente-Murphy: «Respiración artificial, el tí­tulo, es una frase que remite a un cuerpo carente de vitali­dad propia, un cuerpo incapaz de autodeterminarse o auto­sustentarse, tal como Argentina, genialmente simbolizada por el ex-Senador Ossorio.»

Al verlo uno tenía tendencia a ser metafórico y él mismo reflexionaba metafóricamente. Estoy paralítico, igual que este país, decía. Yo soy la Argentina, carajo, decía el viejo cuando deliraba con la morfina que le daban para aliviarle el dolor.

La novela también propone leer a Kafka desde Hitler, e inventa escenarios que los reúnen. El final: Kafka, agonizante y sin poder hablar, porque la tuberculosis le ha producido lesiones en la laringe, toma notas acerca del grito de los animales; Hitler, en un castillo de la Selva Negra, dicta un pasaje de Mein Kampf (Mi lucha) que refiere al Lebensraum (espacio vital) ocupado por los rusos, a quienes habrá que sumir en un envilecimiento progresivo: impedir su procreación, castigarlos si hablan hasta lograr que pierdan el uso de la palabra. La obra fragmentaria e inconclusa de Kafka es equiparada a la Divina comedia. Según Brecht, citado a través de Tardewski, personaje de la ficción, Kafka es el autor que más se acercó a tener con su época la relación que con la suya tuvieron Dante, Homero y Shakespeare.

La mujer judía es una obra de teatro testimonial y de resistencia al nazismo. En el texto de la obra, el sintagma Respiración artificial produce un efecto extraño, que sin duda llamó la atención de Piglia al leerlo.
La breve pieza de teatro transcurre en 1935. Primero, Judith efectúa una serie de llamadas telefónicas que hacen referencia a su partida de Frankfurt. Llama a la casa de un matrimonio con el que ella y su marido juegan al bridge, después a la casa de otros amigos, luego a su hermana y por último a una amiga de confianza. A continuación, ensaya maneras de comunicar a Fritz, su marido, la decisión de irse a Amsterdam. Esta serie de pruebas, o estrategias de comunicación, que Judith prepara para Fritz consiste en una progresión de representaciones frente a una silla vacía. Los elementos discursivos de cada serie se encuentran separados por acotaciones de Brecht que se repiten, cada una, tres veces:

Cuelga y marca otro número.

Vuelve a interrumpirse. Comienza otra vez desde el principio.

En la última representación, Judith hace preguntas desde el sufrimiento moral: ¿Qué hay de malo en la forma de mi nariz o en el color de mi pelo?, y dirige a la silla, en la cual se supone que el marido debe estar sentado, la demanda: Dame esa ropa de ahí. Es una ropa interior muy seductora. La necesitaré. A esta parte de la obra de Brecht tocan las palabras del título de la novela argentina:

¡Qué clase de hombres son ustedes; sí, vos también! Inventan la teoría cuántica y la operación de várices y se dejan mandar por semisalvajes que les ofrecen conquistar el mundo pero no les dejan tener la mujer que quieren tener. ¡Respiración artificial y el mejor ruso es el ruso muerto!

La que habla es siempre Judith, que ensaya maneras de comunicar a su marido, Fritz, la decisión de irse a Amsterdam. La exclamación, en alemán:

Künstliche Atmung und jeder Schuss ein Russ!

Sobre el final del ensayo discursivo, se oye una puerta y entra en escena el marido. Ahora, Judith y Fritz entablan un diálogo. Judith se atempera, pero sigue firme en cuanto a su determinación de abandonar Frankfurt. El marido, entonces, dice:

Te va a hacer bien respirar aire puro. Aquí uno se ahoga. Voy a ir a buscarte. No bien cruce la frontera me sentiré mejor.

La interdiscursividad entre las obras, los autores, las formas de publicación y los contextos histórico-políticos da sustento a la afirmación: Piglia tomó de Brecht el título para su novela. Pero percibo que esas palabras de Brecht son herméticas y que es en su hermetismo donde reside todo el potencial para transformarse en el título de otra obra. Se tratan de palabras a las que es difícil encontrar por dónde entrarles.
He cotejado el texto en alemán con diversas traducciones, tanto en inglés como en español, y la exclamación de Judith se mantiene en cuanto al sintagma Respiración artificial. Los cambios se dan en el resto. Por ejemplo, otra versión en español dice:

¡Respiración artificial y gases letales!

O, en esta otra, en inglés:

Artificial respiration and every shot a hit!

El resto es plausible de adaptación. Imagino ahora la obra en Argentina, con su personaje principal en tiempos del terrorismo de estado, la plata dulce y el mundial de fútbol. Podría tratarse de una militante que se sabe marcada en una lista y que ha tomado la resolución de exiliarse. El grito de la joven a la silla vacía, en la cual se supone que debe estar su compañero, que no es un militante como ella, puede tomar esta forma:

¡Respiración artificial y desaparecidos!

El resto que falte. Estoy seguro de que Piglia leyó el potencial narrativo de esas palabras. Su ostranenie (extrañamiento). Era posible leer en la versión preliminar de 1978:

Todavía se encuentran algunos ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes y hoy lo único que me gusta de ese libro es el título (Respiración artificial) y el efecto que produjo en el hombre al que, sin querer, le estaba dedicado.
Extraño efecto, hay que decirlo.
[…]

En 2012, Respiración artificial fue editada en Alemania y el título resultó ser copia de las palabras de Brecht: Künstliche Atmung. La tapa no representa a los desaparecidos. Por el contrario, una postal de Caminito y estado del tiempo: cielo despejado y sin amenaza de nubes.

Antes de terminar, algunas precisiones al respecto de La prolijidad de lo real y Respiración artificial.
Por un lado, en la edición definitiva (1980), el título de la versión preliminar (1978) migró a título del libro de Renzi en la ficcción:

Todavía se encuentran algunos ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes y hoy lo único que me gusta de ese libro es el título (La prolijidad de lo real) y el efecto que produjo en el hombre al que, sin querer, le estaba dedicado.
Extraño efecto, hay que decirlo.
[…]

Por otro lado, leo que Piglia realizó con Borges, la misma operación que con Brecht. Esto significa que Piglia tomó de un poema de Borges el sintagma La prolijidad de lo real. Abajo el audio de la última estrofa de La noche que en el sur lo velaron, que forma parte de Cuaderno San Martín, de 1929.



Notas sobre PUNTO DE VISTA
La novela que vendrá
Marcar la diferencia

2013-05-31


... the torn, enraged waves he shakes off, seem his mane.

Por Simon Erl en la pierna izquierda de Misha, julio 2011.
Tall Tales + Tasteless Tattoos

2013-05-17

Han pasado poco más de siete años desde que Ursula Le Guin escribiera una reseña acerca de Seeing en The Guardian, de la cual me interesó mucho su aproximación a El ensayo sobre la ceguera y a la forma de la escritura de José Saramago
Ahora Le Guin tiene su propio blog que va por las sesenta y ocho entradas. Curiosamente, en la cero, nos habla acerca de sus propios ensayos de prueba con el «formato blog», a partir del que Saramago escribió entre el 17 septiembre de 2008 y el 13 febrero de 2010. Quiero apuntar brevemente el contexto en que apareció «seeing» en esa primera entrada:

But seeing what Saramago did with the form was a revelation.
Oh! I get it! I see! Can I try too?


«Me he inspirado en las extraordinarias entradas del blog de José Saramago, las cuales fueron hechas cuando él tenía entre 85 y 86 años. Fueron publicadas este año [2010] en inglés como The Notebook. Las leí con asombro y placer.
»Nunca antes quise escribir un blog. Nunca me había gustado la palabra blog —supongo que es una combinación de bio-log o algo así, pero suena como a tronco que se pudre en un pantano o tal vez a una congestión nasal (oh, ella habla así porque tiene su nariz llena de terribles blogs). Me desalentaba la idea de que un blog debiera ser "interactivo", que se espere de un blogger que lea los comentarios de la gente con el propósito de responderlos y mantenga interminables conversaciones con extraños. Soy demasiado introvertida para hacerlo. Me caen bien los extraños solamente si puedo escribir una historia o un poema y ocultarme detrás de él, dejando que hable por mí.
»Así que, aunque he contribuido con algunas cosas como las de los blogs en Book View Café, nunca las disfruté. Después de todo, a pesar de llamarlas distinto, se trataban de artículos de opinión o ensayos, y la escritura de ensayos siempre me resultó un trabajo duro y en contadas ocasiones algo gratificante.
»Pero al ver lo que hizo Saramago con el formato fue una revelación.
»¡Oh, ya lo tengo! ¡Lo veo! ¿Puedo probar también?
»Hasta ahora mis pruebas/intentos/esfuerzos (esto es lo que significa "ensayo") tienen un peso mucho menos político y moral que las de Saramago y son más mundanas o personales. Tal vez esto se modifique a medida que me familiarice con el formato, o tal vez no. Veremos. Lo que en este momento me gusta es el sentido de libertad.
Saramago no interactuaba con sus lectores (excepto una vez). Esa libertad, me la tomo también prestada.»

UKL 19 octubre 2010


UKL blog 2013
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27 julio 2007 Reseña de Seeing [fragmento]
15 abril 2006 Reseña de Seeing en The Guardian

2013-04-21

Una imagen compuesta de veinticinco fragmentos, no como un rompecabezas sino más bien como una estampa móvil, que va construyéndose o destruyéndose, sucesivamente o a la vez, ante la mirada que percibe, sin hacerlas conscientes o sin comprender del todo, continuas, las modificaciones.

Estas fichas del año pasado, desde la quince a la veinticinco: Chile 965 [16 abril] Bolívar y Juan de Garay [23 mayo] Chacabuco y San Juan [30 mayo] Estados Unidos 794 [13 junio] Chile 319 [17 julio] Piedras 936 [26 julio] Billinghurst y Arenales [30 julio] Tacuarí 742 [4 noviembre] California y Blandengues [10 noviembre] Ayacucho y Corrientes [20 noviembre] Virrey Ceballos 331 [13 diciembre]

Las catorce anteriores

2013-03-27

A la vuelta de trece noches por los mares australes de la Patagonia, el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos, di con Oceanus, de Elisabeth Tonnard. La autora comenta:

Las imágenes de este libro se hicieron a partir de dos fotografías que encontré en un álbum familiar, que estuvo hibernando, junto con dos álbumes más, en un archivo sin clasificar del Research Center at the Visual Studies Workshopm, en Rochester, NY. El archivo tenía una nota escrita a mano por un ex bibliotecario que decía:

«En julio de 1999, estos tres álbumes fueron abandonados en el Rochester Museum of Science por un hombre que se enojó mucho cuando se le informó que la institución no quería sus álbumes de fotos. Por consiguiente, no había más información en relación con los materiales, ni sobre la procedencia, ni de otro tipo. Luego, el museo nos donó los álbumes.» 23 de julio 1999. William Johnson.

Considero las rayaduras de estas fotos como parte de su sentido, y las he leído como un lenguaje. Son muy pequeñas y constituyen las huellas casi invisibles de una existencia, frotando contra la imagen, recordando al espectador que hubo una vez un esfuerzo allí, un desconcertado viaje a través de lo incomprensible; un movimiento que se fuga y es reemplazado por nuevos movimientos que asimismo desaparecen y van a ser sustituidos por otros. Los recortes de texto pertenecen a la Odisea de Homero, en la traducción de Samuel Butler.


2013-02-20






2013-01-09

Fin de la escuela primaria, en un salón de maquinitas me topé con un compañero y me invitó a ir a su departamento al día siguiente.
El departamento estaba en uno de los edificios de la entrada, en los primeros que se encuentran después del Arco. Los ventanales de su cuarto daban a los monumentos frente al mar, a la escultura de Guillermo Gaggini. Mi compañero compartía el cuarto con su hermano Osvaldo, que era dos o tres años mayor y estaba ya en la secundaria.
Llegué a eso de las ocho. Luego, cuando había oscurecido, vino Osvaldo de la playa con unos amigos. La madre preparó pizzas y las comimos en el cuarto. Más tarde escuché a Osvaldo relatar un cuento que dijo que pertenecía a Borges. En Buenos Aires, en la biblioteca de mi casa, tenía las Obras Completas, pero hasta esa fecha no había podido yo pasar de La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga.
Mis padres habían alquilado una casa aquel verano en la otra punta de Miramar, a metros del vivero. A la medianoche, volví en bicicleta por la rambla, con mi ovejera corriendo a mi lado, y el viento soplando en la dirección menos apropiada, del suroeste y hacia la ciudad. En la oscuridad del mar se reunían chispas de embarcaciones lejanas y en mi cabeza las siguientes palabras del cuento: «Que esto no sea cierto».
Otra verano, en otro departamento, ahora en Buenos Aires. Era el primer año en democracia y había empezado yo el curso de nivelación para ingresar a la facultad. Para entonces, había avanzado con Borges, pero no había podido dar con aquella historia. También había buscado en entrevistas, por ejemplo en el libro de María Esther Vásquez, donde Borges habla de la magia y de las relaciones de los hombres con el más allá.
En el curso, experimenté interés por los dibujos en lápiz que hacía un compañero en los márgenes de sus apuntes. Se llamaba Carlos y era diez, o quizás doce o trece, años mayor que yo. La vez que dibujó un mono le conté la trama, que yo sospechaba no era de Borges. Le dije que se trataba de un cuento sobre la espera, pero no tuve claro si me refería al cuento propiamente dicho o a la búsqueda del autor, o a qué. Me propuso que después de la clase fuéramos a su departamento, porque creía haber leído el cuento en una vieja antología.
Al entrar encendió una bombita de cien. Eché un vistazo al departamento, en el que la biblioteca con ménsulas metálicas era el único horizonte, además de la cama, una mesita y una silla. Se puso a revisar los estantes; entre tanto, me dijo que había cobrado una indemnización por despido del Banco Francés y que se había mudado hacía dos semanas. Sonó el teléfono.
La comunicación duró sólo unos segundos al cabo de los cuales Carlos tanteó la mesita y tomó un lápiz por los extremos con las dos manos. Se puso rojo y temblaba. Lo miré con preocupación, no comprendía. De repente, las manos se abrieron, el lápiz rebotó y cayó al suelo. Me dijo que Marian, su novia, vendría en menos de cinco minutos y él debía esperarla en la puerta de calle.
Doblé en la esquina de Córdoba. Visto de lejos, el rostro, y en realidad no sólo el rostro, toda la figura, me resultó conocida, pero me perdí en dirección a Callao, a través de la noche que envolvía los árboles.
Luego de dos días de pensar en ella, hice, al menos mentalmente, que me llamara.
Me acuerdo que atendí en el acto y me dijo: Soy yo, Marian. Me preguntó si podíamos vernos. Aunque era tarde, le di mi dirección de San Telmo por si se animaba a venir. Respondió que tomaría un taxi y me traería el libro que yo buscaba.
Nos acordamos, o mejor, yo hice que nos acordáramos, de la vincha elástica que ella usaba para sujetarse el pelo cuando era una alumna de la primaria. No había cambiado; ahora que podía ver sus ojos de cerca, me daba cuenta de que, no obstante parecer más chicos, eran los mismos ojos que tenía en séptimo grado. Ella me dijo que los ojos y la boca son las únicas partes del cuerpo que conservan su tamaño desde que nacemos hasta que morimos. Luego se refirió a mi cara; me dijo que a pesar de la barba que la cubría, tampoco mis ojos habían cambiado. Hizo un silencio y luego agregó que me hacía parecer mayor y que en verdad no me hubiera reconocido si Carlos no le hubiera dicho mi nombre. Cuántos años doy, le pregunté. Unos treinta, aseguró. Fue entonces que le conté el motivo por el que yo estaba en el departamento de Carlos. Apenas si lo conozco, agregué. Me contó que había roto con Carlos. Se habían conocido en el Banco Francés cuando ambos eran empleados y ahora ella seguía trabajando allí. Se produjo otro silencio; entonces yo quise explayarme acerca de esa historia de Miramar y me interrumpió para decir que en el trayecto hasta el bar La Paz, Carlos sólo le había hablado de mí y de aquel cuento de la pata de mono. Fue en ese momento que me dio el libro.
Yo esperaba la antología. No lo era, aunque por primera vez, y como por una puerta falsa, pude acceder a quién era el autor.
Su nombre era Ana María y no Marian. Tampoco supe, no quise preguntarle, la excusa que usó para conseguir mi teléfono. Luego de dejar La Paz, ella había encontrado el libro de las mejores historietas de Alberto Breccia, curioseando en las mesas de viejo de la calle Corrientes. En sus negras páginas todavía puedo leer, a partir del guión de Carlos Trillo, La pata de mono, de W. W. Jacobs.
Todos estos desvaríos hacen al caso, porque acabo de dar con la referencia a Borges que se me escabullía desde el fin de la escuela primaria. En su primera reseña para la revista El Hogar, Borges enumera los cuentos más memorables que, a sus treinta y cinco años de edad, había leído. Sobran los dedos de las manos y la lista incluye La pata de mono.
Cinco años más tarde, el cuento es publicado en Antología de literatura fantástica, por J. L. Borges, S. Ocampo y A. Bioy Casares —la Antología será ampliada en otra edición de 1965—. Acerca de La pata de mono, Bioy escribe en la Antología: Hace más de diez siglos empezó a escribirse este cuento; colaboraron en él escritores ilustres de épocas y de tierras distantes, un oscuro escritor contemporáneo [William Wymark Jacobs] ha sabido acabarlo con felicidad.