2013-01-09

Fin de la escuela primaria, en un salón de maquinitas me topé con un compañero y me invitó a ir a su departamento al día siguiente.
El departamento estaba en uno de los edificios de la entrada, en los primeros que se encuentran después del Arco. Los ventanales de su cuarto daban a los monumentos frente al mar, a la escultura de Guillermo Gaggini. Mi compañero compartía el cuarto con su hermano Osvaldo, que era dos o tres años mayor y estaba ya en la secundaria.
Llegué a eso de las ocho. Luego, cuando había oscurecido, vino Osvaldo de la playa con unos amigos. La madre preparó pizzas y las comimos en el cuarto. Más tarde escuché a Osvaldo relatar un cuento que dijo que pertenecía a Borges. En Buenos Aires, en la biblioteca de mi casa, tenía las Obras Completas, pero hasta esa fecha no había podido yo pasar de La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga.
Mis padres habían alquilado una casa aquel verano en la otra punta de Miramar, a metros del vivero. A la medianoche, volví en bicicleta por la rambla, con mi ovejera corriendo a mi lado, y el viento soplando en la dirección menos apropiada, del suroeste y hacia la ciudad. En la oscuridad del mar se reunían chispas de embarcaciones lejanas y en mi cabeza las siguientes palabras del cuento: «Que esto no sea cierto».
Otra verano, en otro departamento, ahora en Buenos Aires. Era el primer año en democracia y había empezado yo el curso de nivelación para ingresar a la facultad. Para entonces, había avanzado con Borges, pero no había podido dar con aquella historia. También había buscado en entrevistas, por ejemplo en el libro de María Esther Vásquez, donde Borges habla de la magia y de las relaciones de los hombres con el más allá.
En el curso, experimenté interés por los dibujos en lápiz que hacía un compañero en los márgenes de sus apuntes. Se llamaba Carlos y era diez, o quizás doce o trece, años mayor que yo. La vez que dibujó un mono le conté la trama, que yo sospechaba no era de Borges. Le dije que se trataba de un cuento sobre la espera, pero no tuve claro si me refería al cuento propiamente dicho o a la búsqueda del autor, o a qué. Me propuso que después de la clase fuéramos a su departamento, porque creía haber leído el cuento en una vieja antología.
Al entrar encendió una bombita de cien. Eché un vistazo al departamento, en el que la biblioteca con ménsulas metálicas era el único horizonte, además de la cama, una mesita y una silla. Se puso a revisar los estantes; entre tanto, me dijo que había cobrado una indemnización por despido del Banco Francés y que se había mudado hacía dos semanas. Sonó el teléfono.
La comunicación duró sólo unos segundos al cabo de los cuales Carlos tanteó la mesita y tomó un lápiz por los extremos con las dos manos. Se puso rojo y temblaba. Lo miré con preocupación, no comprendía. De repente, las manos se abrieron, el lápiz rebotó y cayó al suelo. Me dijo que Marian, su novia, vendría en menos de cinco minutos y él debía esperarla en la puerta de calle.
Doblé en la esquina de Córdoba. Visto de lejos, el rostro, y en realidad no sólo el rostro, toda la figura, me resultó conocida, pero me perdí en dirección a Callao, a través de la noche que envolvía los árboles.
Luego de dos días de pensar en ella, hice, al menos mentalmente, que me llamara.
Me acuerdo que atendí en el acto y me dijo: Soy yo, Marian. Me preguntó si podíamos vernos. Aunque era tarde, le di mi dirección de San Telmo por si se animaba a venir. Respondió que tomaría un taxi y me traería el libro que yo buscaba.
Nos acordamos, o mejor, yo hice que nos acordáramos, de la vincha elástica que ella usaba para sujetarse el pelo cuando era una alumna de la primaria. No había cambiado; ahora que podía ver sus ojos de cerca, me daba cuenta de que, no obstante parecer más chicos, eran los mismos ojos que tenía en séptimo grado. Ella me dijo que los ojos y la boca son las únicas partes del cuerpo que conservan su tamaño desde que nacemos hasta que morimos. Luego se refirió a mi cara; me dijo que a pesar de la barba que la cubría, tampoco mis ojos habían cambiado. Hizo un silencio y luego agregó que me hacía parecer mayor y que en verdad no me hubiera reconocido si Carlos no le hubiera dicho mi nombre. Cuántos años doy, le pregunté. Unos treinta, aseguró. Fue entonces que le conté el motivo por el que yo estaba en el departamento de Carlos. Apenas si lo conozco, agregué. Me contó que había roto con Carlos. Se habían conocido en el Banco Francés cuando ambos eran empleados y ahora ella seguía trabajando allí. Se produjo otro silencio; entonces yo quise explayarme acerca de esa historia de Miramar y me interrumpió para decir que en el trayecto hasta el bar La Paz, Carlos sólo le había hablado de mí y de aquel cuento de la pata de mono. Fue en ese momento que me dio el libro.
Yo esperaba la antología. No lo era, aunque por primera vez, y como por una puerta falsa, pude acceder a quién era el autor.
Su nombre era Ana María y no Marian. Tampoco supe, no quise preguntarle, la excusa que usó para conseguir mi teléfono. Luego de dejar La Paz, ella había encontrado el libro de las mejores historietas de Alberto Breccia, curioseando en las mesas de viejo de la calle Corrientes. En sus negras páginas todavía puedo leer, a partir del guión de Carlos Trillo, La pata de mono, de W. W. Jacobs.
Todos estos desvaríos hacen al caso, porque acabo de dar con la referencia a Borges que se me escabullía desde el fin de la escuela primaria. En su primera reseña para la revista El Hogar, Borges enumera los cuentos más memorables que, a sus treinta y cinco años de edad, había leído. Sobran los dedos de las manos y la lista incluye La pata de mono.
Cinco años más tarde, el cuento es publicado en Antología de literatura fantástica, por J. L. Borges, S. Ocampo y A. Bioy Casares —la Antología será ampliada en otra edición de 1965—. Acerca de La pata de mono, Bioy escribe en la Antología: Hace más de diez siglos empezó a escribirse este cuento; colaboraron en él escritores ilustres de épocas y de tierras distantes, un oscuro escritor contemporáneo [William Wymark Jacobs] ha sabido acabarlo con felicidad.