2009-05-26

Mitsu le dice a Jin que, junto con Taka, su hermano menor, proyecta desmontar el almacén para llevarlo a Tokio; pero eso, asegura, no implicará demoler la casona ni los anexos donde ella vive. Se lo promete. Sin embargo, al retirarse, escuchará a Jin murmurar por lo bajo que él no sirve para dueño, ay, no sirve.
Cuando el bisabuelo de los hermanos construyó aquel almacén había ocurrido una rebelión campesina, de la cual se conservan numerosas marcas de sable en las vigas y marcos. Habitualmente, Taka expresa desagrado por el bisabuelo; en cambio, se identifica con el hermano menor del bisabuelo, porque éste habría acaudillado a los campesinos revoltosos. Desde niño, Mitsu ha tenido que enfrentarse a la tendencia de Taka a atribuir al hermano menor del bisabuelo un aura de leyenda. Así como también, ha tenido que diferenciarse de Taka cada vez que éste recuerda a S, su otro hermano, asesinado a golpes en una colonia coreana.
Luego de los reproches de Jin, Mitsu se reunirá en el almacén con su esposa y con Taka. Los tres irán a buscar al templo las cenizas, y las traerán con los anteojos de S.
Mientras conduce el citroën, Taka exclama que recuerda claramente algunas escenas del día que mataron a S. Según Taka, había una hilera de hormigas, llevando cada hormiga «un granito rojo», que entraba por los agujeros de la nariz y salía por los oídos del cadáver. El recuerdo se complementa con imágenes del mundo de sus sueños: «A través de la piel del rostro de S, translúcida como un vidrio ahumado, […] una gota de sangre caía sobre una hormiga y la ahogaba…»
Mitsu critica a Taka sobre la naturaleza de esos recuerdos y lo rebate afirmando que la imagen de S se la ha formado por el recuerdo de ver una rana aplastada y secándose al sol. «La visión de la cabeza machacada y ennegrecida de S y de lo que salía de ella, no es más que una rana aplastada y con las entrañas afuera […]», dice Mitsu.


El viaje en el citroën se puebla de recuerdos y correcciones dirigidas a deshacer las «imágenes heroicas» de S. Taka, según Mitsu, no podía relatar nada que no estuviera inventando, dado que había estado entretenido con una chupaleta, mientras él y Jin, que todavía «era un muchacha delgada y fuerte», se manchaban con la sangre del cadáver al «levantarlo por los hombros y los pies».
El dulce parece de repente cobrar importancia: S había sido asesinado en el segundo asalto campesino a la colonia coreana, pero, en el primer asalto, S había rapiñado licor y dulces. Entre ambos asaltos, Mitsu había encontrado en el almacén algunos caramelos, y S lo había descubierto comiéndolos, pero ese recuerdo puede ser un sueño, al igual que te pasa a ti, Taka.
Aunque ahora Mitsu pretende conciliar con su hermano menor, su esposa se halla ansiosa por indagar qué sucedió con S: ¿Por qué, si sabía que lo iban a matar, tomó parte en el asalto? ¿Por qué lo mataron? ¿Por qué tenía que ser él la víctima propiciatoria? Mitsu percibe el aumento de la ansiedad de Natsumichan como un caída por la pendiente de un hormiguero mental. Pero ella busca una respuesta en los sueños. Se dirige con insistencia al que maneja el citroën. Pregunta: Taka, en tus sueños, ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?
De repente, Natsumichan expresa el horror de sólo imaginar una imagen anterior al segundo asalto. Se refiere a S en la oscuridad del almacén, «de espaldas a la puerta, tumbado hecho un ovillo, inmóvil». Mitsu había proyectado esa imagen cuando habló de los dulces robados. Como le pasa a Taka, confiesa Natsumichan, soñar con eso «echará raíces en mis recuerdos…»

2009-05-12

y decirles que Blanca Luz está en Méjico
sin que ellas me pregunten quién es Blanca Luz.




Ejercicio plástico en el mirador

Recuerdo que una vez recibí de Federico un apoyo inesperado en una aventura erótico-cósmica. Habíamos sido invitados una noche por un millonario de esos que sólo la Argentina o los Estados Unidos podía producir. Se trataba de un hombre rebelde y autodidacta que había hecho una fortuna fabulosa con un periódico sensacionalista. Su casa, rodeada por un inmenso parque, era la encarnación de los sueños de un vibrante nuevo rico. Centenares de jaulas de faisanes de todos los colores y de todos los países orillaban el camino. La biblioteca estaba cubierta sólo de libros antiquísimos que compraba por cable en las subastas de bibliógrafos europeos, y además era extensa y estaba repleta. Pero lo más espectacular era que el piso de esta enorme sala de lectura se revestía totalmente con pieles de pantera cosidas unas a otras hasta formar un solo y gigantesco tapiz. Supe que el hombre tenía agentes en África, en Asia y en el Amazonas destinados exclusivamente a recolectar pellejos de leopardos, ocelotes, gatos fenomenales, cuyos lunares estaban ahora brillando bajo mis pies en la fastuosa biblioteca.

Así eran las cosas en la casa del famoso Natalio Botana, capitalista poderoso, dominador de la opinión pública en Buenos Aires. Federico y yo nos sentamos a la mesa cerca del dueño de casa y frente a una poetisa alta, rubia y vaporosa, que dirigió sus ojos verdes más a mí que a Federico durante la comida. Esta consistía en un buey entero llevado a las brasas mismas y a la ceniza en una colosal angarilla que portaban sobre los hombros ocho o diez gauchos. La noche era rabiosamente azul y estrellada. El perfume del asado con cuero, invención sublime de los argentinos, se mezclaba al aire de la pampa, a las fragancias del trébol y la menta, al murmullo de miles de grillos y renacuajos.

Nos levantamos después de comer, junto con la poetisa y con Federico que todo lo celebraba y todo lo reía. Nos alejamos hacia la piscina iluminada. García Lorca iba delante y no dejaba de reír y de hablar. Estaba feliz. Esa era su costumbre. La felicidad era su piel. Dominando la piscina luminosa se levantaba una alta torre. Su blancura de cal fosforecía bajo las luces nocturnas.

Subimos lentamente hasta el mirador más alto de la torre. Arriba los tres, poetas de diferentes estilos, nos quedamos separados del mundo. El ojo azul de la piscina brillaba desde abajo. Más lejos se oían las guitarras y las canciones de la fiesta. La noche, encima de nosotros, estaba tan cercana y estrellada que parecía atrapar nuestras cabezas, sumergirlas en su profundidad.

Tomé en mis brazos a la muchacha alta y dorada y, al besarla, me di cuenta de que era una mujer carnal y compacta, hecha y derecha. Ante la sorpresa de Federico nos tendimos en el suelo del mirador, y ya comenzaba yo a desvestirla, cuando advertí sobre y cerca de nosotros los ojos desmesurados de Federico, que nos miraba sin atreverse a creer lo que estaba pasando.

—¡Largo de aquí! ¡Ándate y cuida de que no suba nadie por la escalera! —le grité.

Mientras el sacrificio al cielo estrellado y a Afrodita nocturna se consumaba en lo alto de la torre, Federico corrió alegremente a cumplir su misión de Celestino y centinela, pero con tal apresuramiento y tan mala fortuna que rodó por los escalones oscuros de la torre. Tuvimos que auxiliarlo mi amiga y yo, con muchas dificultades. La cojera le duró quince días.


Confieso que he vivido [cap. V]
España en el corazón: Cómo era Federico
Pablo Neruda



Ejercicio plástico en Montparnasse


Una tarde por el ancho rumor de Montparnasse
por ese aire de provincia tan confianzudo y claro
—cada ventana paga su pedazo de sol con una canción—
anduve bebiendo el buen vino rojo y alegre como una canción,
rojo y alegre como una revolución.

Y entonces, pensé: ¿qué haré ahora de mi vida?
Tengo dos amigos, un saxofonista y un vendedor de globos.

Ellos me han dicho: viene el invierno y eso es terrible.

Los gatos se calientan al sol pero un hombre necesita
de la buena lumbre, de la buena carne y de la mujer
siquiera dos veces a la semana.

Algunas mujeres me han detenido en Montmartre
pero me piden cigarrillos y cien francos
y yo sólo puedo darles ágiles besos casi inéditos
y hablarles de mi país sin que ellas me comprendan
y decirles que Blanca Luz está en Méjico
sin que ellas me pregunten quién es Blanca Luz.

Una noche bajo la vieja luna de París degollada en los techos
—la luna que alumbra a los enamorados y a los cobardes—
yo vi cómo en un alto balcón
se amaban un muchacho y una muchacha.

Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,
de Buenos Aires que es tres veces más grande que París
y tres veces más pequeña.

Y aunque mi sombrero y mi corbata y mi espíritu canalla
sean productos perfectamente europeos
soy triste y cordial como un legítimo argentino.

Diría: soy un pobre muchacho abandonado aquí
como una valija rotulada en todas las aduanas del mundo
y quisiera irme al Turkestán porque Turkestán es una bonita palabra
y mi amigo Michel Berboff nació en Turkestán.

Pero si yo pudiera llevar a la práctica algo que hace días reflexiono:
¡Ponerme a gritar sobre la Torre Eiffel con afilados gritos
para que venga una mujer y me ame!

¿Conocen ustedes el Neuquén?
Allí hay cabañas de troncos de árboles
y pulperías en donde venden conejillos y libros de Maurice Dekobra.

¿Y Tucumán? En Tucumán solo puede buscarse la noche en los ojos de sus mujeres
y las guitarras de sonoras y floridas parecen patios.

¿Y Mendoza? En Mendoza los niños saben cantar
porque han nacido al borde de las acequias.

¿Y La Rioja? Yo anduve por ahí adolescente y barbudo como un gitano
y gané una elección con cincuenta pesos y una vaca,
absorto, como Buster Keaton.

¿Y Santa Fe? En Santa Fe viví treinta días en un convento
con ocho frailes franciscanos que iban doblándose hacia el suelo.
Los duendes venían hasta mi cuarto trayéndome briznas de sol
y por la noche se ocultaban en las hornacinas
para hacerles señas a los perros sin dueño y a los viajeros extraviados.

Nosotros tenemos además estaciones abandonadas,
pozos de petróleo y escuelas rurales, como en los cuentos de Bret Harte.
Pero lo que no tenemos es la alegría verdaderamente constante,
la risa verdaderamente pura,
el corazón verdaderamente libre.
Y no se hable de mi corazón.

Yo quisiera anunciar la función de los circos
dando puñetazos a las estrellas rojas.

Yo quisiera escupir los vidrios de un expreso de lujo
para que rabien los millonarios.

Yo quisiera interrumpir todas las comunicaciones telefónicas
para ver si encuentro una palabra, una sola palabra para mí
y abrir toda la correspondencia del mundo por ver si alguien
una sola persona tiene un recuerdo, un solo recuerdo para mí.

Yo quisiera explotar una bomba, derrocar un gobierno,
hacer una revolución con mis manos amigas del cristal, de la luz, de la caricia
—destruir todas la tiendas de los burgueses
y todas la academias del mundo—
y hacerme un cinturón bravío de rutas inverosímiles como Alain Gerbault
para que venga Blanca Luz y me ame.


Escrito sobre una mesa de Montparnasse
Raúl González Tuñón

2009-05-05

No esperaba la noticia. Tampoco la voz que narra. Ni nadie. Como dice Berti en la página ochenta: «El mar es grande.»
Bueno, nadie es una manera de decir. En verdad, el relato está armado en torno al secreto de Clelia, al misterio que rodea a la pareja. La voz ficcional de Pavese se contruye a partir de las circunstancias de los demás; del tándem Clelia-Doro, principalmente, pero también del resto de amigos. Pero resulta interesante que la respuesta sea del orden del cuerpo, o de la carne. Que Doro, o la propia Clelia, no supiesen tampoco lo que sucedía. Doro busca la juventud durante un día, Clelia nada sola, Doro pinta pero no va pintar más, Clelia admite en un momento estar desesperada (capítulo III), hay bromas acerca de una guerra que no es tal, Guido pone en duda la virilidad de Doro, Clelia dice no tener algo propio (capítulo VI), etcétera.
Quiero decir: la novela asemeja primordialmente instalarse en el chisme, donde la voz que relata trae y lleva cosas de unos y otros. Sin embargo, lee mal. Con la noticia, no hay final de vacaciones, final de temporada, chismes que se diluyen con el verano que termina, último día, despedida; no: queda otro relato.
En las últimas páginas, ese relato inventará un doble, y ese doble será Berti, de la misma manera que antes había hecho de Ginetta un doble de Clelia; es decir, Berti enamorado de Clelia no medirá el ridículo, dirá que necesita ir a Génova a saludar a Clelia, sin embargo, poco antes, se había expresado el dolor del otro, el que relata, porque Doro no le dijo que los acompañe: «Qué crees [...] ¿que se acuerda de ti?» le dirá a Berti, pero es él quien quedó fuera de esa historia, olvidado. Por último lo irritará aquel olivo, que es «quizá [capítulo III] la cosa que mejor recuerdo de todo el verano».
Hay una serie de pasajes espléndidos; esta imagen en el capítulo II: «Bajo la luna nos volvimos todos como el peón de albañil [Ginio], al que las salpicaduras de cal vestían de máscara». También Clelia al sol (p. 34) y Ginetta brillante como un pez (p. 44).
Esta frase: «[...] todos los años son estúpidos. Es una vez pasados cuando se vuelven interesantes». Y esta: «[...] en la playa no se espera a nadie» (p. 39) o esta otra: «[...] a la playa se [viene] para estar en el agua, y no para visitar santuarios». A la luz del final: «[...] costaba creer que todo fuera agua [...] el mar [la playa] me daba la sensación de estar viviendo en una campana de cristal» (p. 39)
Por otra parte, me parece encomiable el equilibrio del relato. Al término de varios capítulos, me quedé pensando, y al cabo de un rato, cuando proseguía la lectura, encontraba mis pensamientos en boca del narrador —con el Quijote me ha pasado igual—.
El capítulo segundo existe en función de ese equilibrio. Porque instala el misterio. Clelia empezará a hablar por Doro, Clelia contestará la correspondencia en lugar de Doro y eso lo hará experimentar cierto malestar. Doro inesperadamente cambiará cuando va a verlo y salen juntos a recorrer la comarca. Se sumará el albañil, cantarán y asustarán a los perros. También Biagio formará parte de esa noche de juerga. De repente, el narrador (p. 17) se descuelga de la juerga nocturna para decir que hizo reír a Clelia cuando le describió las cabriolas que hacía Ginio hablando de Orsolina. A partir de entonces, el relato no podrá prescindir de Clelia, que para la ocasión añade: «Qué chiquillo es Doro. No cambiará nunca.» La novela hubiera sido diferente si explorara solamente el escenario de la playa.