2011-05-16


[…] Lo más ruidoso que se oía mientras tecleaba era el retorno del carro, que chocaba con el tope una y otra vez. La campanilla tintineaba, tinc, tinc, tinc. Increíblemente deprisa […]

Hace pocos días, Andrés Di Tella compartió la noticia de que se dejaron de fabricar las máquinas de escribir indias, Godrej and Boyce. Sin embargo, aquel día, ilustró la noticia con la máquina del rollo mecanografiado de Jack Kerouac, e hizo un enlace a una entrada de febrero, acerca de On the road. De esta entrada, transcribí el fragmento de la campanilla.
En la foto de arriba, una Underwood portátil, como aquella en la que Kerouac acopló el papel continuo, pero que ahora puede usarse para escribir en la pantalla por medio de una conexión USB. Los fabricantes declaran que el nuevo y revolucionario kit es una «innovación en el campo de la obsolescencia». Me encantó el comentario en YouTube que pregunta: ¿Se puede jugar con esta cosa?



La última fabrica de maquinas de escribir de Mumbai cierra sus puertas > Kerouac en la carretera

Maravilla retro-futurista

2011-05-11

La ballena que Paulino pensó como un refugio.


2011-05-02


Aura murió el 25 de julio de 2007. Regresé a México para el primer aniversario porque quise estar donde había sucedido, en esa playa de la costa del Pacífico. Ahora, por segunda vez en sólo un año, me encuentro volviendo sin ella a la casa en Brooklyn.
Tres meses antes de su muerte, el 24 de abril, Aura había cumplido los treinta. Nosotros habríamos cumplido dos años de casados, a no ser porque nos faltaron veintiséis días. La madre y el tío de Aura me acusaron de su muerte. No es que yo me considere inocente. En el lugar de Juanita, sé que yo también hubiera querido que me metieran preso. Aunque no por las razones que ella y su hermano dieron.
A partir de ahora, si tenés algo que decirme, escribilo —esto fue lo que Leopoldo, el tío de Aura, me dijo por teléfono cuando asumió la representación de la madre de Aura en el pleito contra mí. No volvimos a hablar desde entonces.

Aura.
Aura y yo
Aura y su madre
Su madre y yo
Un triángulo de amor-odio, o, no sé
Mi amor, ¿es esto cierto?
Où sont les axolotls?

Cada vez que se despedía de su madre, ya fuera en el aeropuerto de la ciudad de México, o solamente al momento de dejar el departamento de su madre por la noche, o aún cuando ellas se despedían después de cenar en un restaurante, su madre levantaba la mano para hacer la señal de la cruz y susurrar un corto rezo a la Virgen de Guadalupe para que protegiera a su hija.
Los axolotl son un tipo de salamandra que nunca metamorfosean más allá del estado larval, algo así como renacuajos que nunca devienen en ranas. Solía haber en abundancia en los lagos de la antigua ciudad de México y eran la comida preferida de los aztecas. Hasta hace poco, se decía que los axolotl vivían en los canales salobres de Xochimilco; en realidad, ellos se encuentran prácticamente extinguidos y en la actualidad sólo sobreviven en acuarios, laboratorios y zoológicos.
Aura amaba un cuento de Julio Cortázar acerca de un hombre que resulta tan hipnotizado por los axolotl en el Jardin des Plantes de París que se convierte en un axolotl. Todos los días, a veces incluso hasta tres veces por día, el hombre anónimo de esta historia visita los aglomerados acuarios del Jardin des Plantes para clavar los ojos en esos extraños animalitos, en sus cuerpos lechosos y traslúcidos, en las delicadas colas de lagartija, en sus rosadas, planas y triangulares caras aztecas, en los minúsculos pies con dedos casi humanos, en la extraña ramita rojiza que brota de sus branquias, en el dorado brillo de sus ojos y en la forma en que ellos casi nunca se mueven; sólo muy de vez en cuando hacen temblar sus branquias o de repente nadan con una sencilla ondulación de sus cuerpos. Parecen tan de otro planeta que el hombre se persuade de que no son justamente animales y de que guardan alguna misteriosa relación con él: en cierta forma están esclavizados mudamente dentro de sus cuerpos y con sus pulsantes ojos de oro están suplicándole que los salve. Un día el hombre está mirando a los axolotl como de costumbre, su cara pegada al vidrio del acuario, pero ahora, en el medio del párrafo, el «yo» se enuncia desde el interior del acuario, mirando la cara del hombre contra el vidrio; así ocurre la transición. El cuento termina con el axolotl anhelando haber tenido éxito en comunicar algo al hombre y haber conseguido tender un puente entre ambas silenciosas soledades. El hombre ya no visita el acuario porque se encuentra en alguna parte, afuera, escribiendo un cuento sobre qué es ser un axolotl.
La primera vez que Aura y yo fuimos juntos a París, unos cinco meses después de que ella se viniera a vivir conmigo, Aura quiso, más que cualquier otra cosa, ir al Jardin des Plantes a ver los axolotl de Cortázar. Ella había estado antes en París, pero había descubierto recientemente el cuento de Cortázar. Se podría pensar que la única razón por la que habíamos volado a París fue para ver los axolotl, aunque en realidad Aura tuvo una entrevista en la Sorbona, porque ella estaba considerando el traspaso desde Columbia. La primera tarde, fuimos al Jardín des Plantes, y pagamos para visitar el pequeño zoológico del siglo diecinueve. En lo alto de la entrada al edificio de los anfibios, o vivarium, había un cartel en francés, con información acerca de los anfibios y las especies en peligro de extinción, el cual exhibía la imagen de un axolotl rojo-dorado que enseñaba su feliz perfil extraterrestre, así como sus brazos y manos, semejantes a los de un mono albino. En el interior, las acuarios de vidrio daban toda la vuelta al recinto y rectangulitos iluminados puestos en la pared indicaban el hábitat correspondiente a cada condición de humedad: musgos, helechos, piedras, ramas de árbol, charcos de agua. Fuimos de un tanque a otro leyendo los letreros: especies varias de salamandras, tritones, ranas, pero no los axolotl. Dimos la vuelta al recinto una vez más, por si acaso nos los hubiéramos salteado. Finalmente, Aura fue hasta el guarda, un hombre de mediana edad con uniforme, y le preguntó dónde estaban los axolotl. Él no sabía nada de los axolotl, pero algo hubo en la expresión de Aura que lo puso a pensar, y le respondió que lo esperara; dejó el recinto y un momento después volvió con una mujer, algo más joven que él, vestida con un delantal gris de laboratorio. Ella y Aura conversaron en voz baja, en francés, por lo que yo no pude comprender qué estaban diciendo, pero la expresión de la mujer era animada y amable. Cuando salimos, Aura se quedó un momento, aturdida y en silencio. Luego me dijo que la mujer recordaba los axolotl y le había dicho que incluso los extrañaba. Pero unos pocos años antes habían sido retirados y estaban en un laboratorio de la Universidad. Aura tenía un sacón oscuro de lana tejida con distintos grises y una bufanda de lana clara. Un mechón de su cabello lacio y negro caía sobre sus marcadas mejillas, las cuales estaban encendidas como si ardieran por el frío, aunque no era un día particularmente frío. Lágrimas, sólo unas pocas, no una inundación, saladas lágrimas tibias se derramaron de los acuosos ojos de Aura y se deslizaron por sus mejillas.
¿Quién llora por algo así?, recuerdo haber pensado. Besé las lágrimas, respirando aquel salobre calor de Aura. Lo que fuera que produjeron los axolotl en Aura, no estando allí, parecía formar parte del mismo misterio que espera ser revelado para el axolotl por aquel hombre escribiendo un cuento en el final de la historia de Cortázar. Siempre quise alcanzar a conocer qué significó aquella ausencia para Aura.
Où sont les axolotls? ella escribió en su notebook. ¿Dónde están?


Fragmento del comienzo de Say her name, Francisco Goldman; Editorial: Grove Press.

Nota de la traducción: la formación del plural de «axolotl» respeta el cuento de Cortázar.