2008-11-27

Después de leer Rostros de felicidad se me ocurre que el desconcierto de Sin destino, de Imre Kertész, podría equiparase en algo al desconcierto que produce Wakefield, de Nathaniel Hawthorne. Una tarde Wakefield se despidió de su esposa, con la cual llevaba diez años de casado. Le dijo que a más tardar estaría de vuelta para la cena del viernes, pero, sin razón aparente, se ausentó por veinte años. Sencillamente, como si hubiera faltado una semana, luego de veinte años retornó con una sonrisa y permaneció calmo junto con su esposa hasta el fin de sus días.
Kertész hace lo mismo que Hawthorne. Sin destino relata la historia de un adolescente recluido durante un año en Auschwitz. Pero la estrella de seis puntas, el traslado en el tren, las colas para el examen de aptitud física y las duchas colectivas son un montón de cosas, dice la reseña de Rey Mono, que suceden antes del inevitable retorno a casa.
Sinceramente no tenía previsto hacer el siguiente recorrido: Kertész me llevó a Hawthorne, y Hawthorne a Otras Inquisiciones. De suerte que me asombra encontrar en la conferencia de Borges sobre Hawthorne la parábola que el autor de Wakefield tituló: Earth's Holocaust; entonces, Borges desliza que Schopenhauer comparó la historia con un calidoscopio y que esa misma intuición hizo escribir a Emerson el poema History.
Alrededor de hacer convivir varias voces, Borges concluye:
El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado. Este pensamiento encaja perfectamente con Kaddish, otro libro de Kertész, en el cual puede leerse el cuestionamiento a la frase que comúnmente alude a la existencia de campos de concentración: «Auschwitz no tiene explicación». Kertész en otra parte de ese libro dice: […] lo verdaderamente irracional y lo que en verdad no tiene explicación no es el mal sino lo contrario: el bien.
Kaddish es un denso rezo. Una plegaria dirigida al hijo no nacido, que podría ser leído como ausencia de destino. Hay una imagen, que quizás mi memoria ha deformado, la imagen de una mujer pelada que viste una bata roja. En el libro está el cuestionamiento a la frase: «Auschwitz no tiene explicación».
La mujer pelada no tiene explicación y los veinte años de Wakefield tampoco. O, usando palabras del narrador de Kaddish: con la vuelta de Wakefield a la casa, su ausencia durante veinte años no existe, o, para ser más preciso, no existió, y, como es lógico, sólo aquello que no existe o no existió carece de explicación. Es famosa la cita de Jorge Luis Borges afirmando que, si Kafka hubiera escrito esa historia, Wakefield no hubiera conseguido, jamás, volver a su casa, y, a continuación, Borges añade que, Hawthorne le permite volver, pero su vuelta no es menos lamentable ni atroz que su larga ausencia.
Para mi sorpresa, encuentro en la conferencia dicha por Borges en 1949 que: […] Un autor puede prevalecer de prejuicios absurdos, pero su obra, si es genuina, si responde a una genuina visión, no podrá ser absurda. Hacia 1916, los novelistas de Inglaterra y de Francia creían (o creían que creían) que todos los alemanes eran demonios; en sus novelas, sin embargo, los presentaban como seres humanos.


2008-11-21

Vida y trabajos de Gerónimo de Pasamonte
Edición de Florencio Sevilla


Capítulo 48

Por haber sido largo en el capítulo pasado, no he contado otro caso espantable, pero lo quiero contar en éste. Y fue que una noche, después de cena, la buena mujer (Dios la perdone) bajó abajo a lavar con la muchacha, y el buen estremeño y yo nos quedamos solos a la mesa hablando, y él siempre me sosacaba, sacándome al camino contra su mujer por si yo entendía algo de sus maldades; y séame Dios testigo que nunca le descubrí nada, pero bien la conocía él. Estando, como digo, a la mesa, en la cocinilla comenzó a sonar un ruido tan terrible que parecía que caían piedras de molino de lo alto y que hundían la cocina a bara. Y era que tenía la traidora unos clavos hincados en el fuego (encanto del demonio y nueva manera de matar), y ya yo le había sentido batillos otras veces. Como sentimos tal ruido, yo me alcé para pasar corriendo si los podía haber a las manos, y el estremeño con la candela en la mano se me atravesó delante de la puerta y dijo:
—Aquí no hay nada.
Y dije yo:
—Y ese ruido tan terrible, ¿qué fue?
Respondió él:
—Algún diablo había sido por espantarnos.
Yo, desimulado, me tomé a asentar y él también. Y luego tornó el ruido tan fuerte como primero. Yo quise tomar la candela y ir delante, y él me ganó por la mano y entró primero y dijo:
—Veis aquí que no hay nada.
Y no me dejaba entrar a mí a la cocinilla, y si trujéramos dagas, que no se podían traer, yo creo le ganara por mano. Yo, enojado, le dije:
—Mirad qué hay en aquel fuego.
Y él, también enojado, pisó con el pie en la ceniza y dijo:
—¿Qué ha de haber?, que no hay nada.
Y así nos tornamos a asentar, y él se puso a leer en un libro de corónicas. Subió la señora de abajo con la muchacha y dijo qué ruido era el que había sonado. Dijo su marido:
—No lo sé.
Llegose la muchacha a mí y me dijo qué tenía, que estaba tan flaco y malo. Yo le respondí:
—Dios lo sabe lo que tengo, pero bienaventurada tú si no hubieras nacido.
Y esto dije yo, porque su ama le había mostrado sus malas artes. Respondió el ama:
—¿Por qué?
Yo dije:
—Por lo que Dios sabe.
Respondió el marido:
—Que tú le debes haber enseñado a que se condene.
Ella replicó:
—Ay, amarga de mí, algún diablo debe haber en esta casa.
El marido alza el libro a dos manos y dale con él en la cabeza. Ella se entró en la cocinilla, y yo aquieté el marido lo mejor que pude, y me bajé a dormir. Mirad si hay maldades como estas; y todo procede de no quitalles las armas a los frenéticos con que se matan, digo la prohibición de los malos espíritus. Estando en el hospital, vino un hombre honrado a mí y me dijo:
—Señor Pasamonte, vuestra merced a mí me ha hecho placer; véngase en mi casa, que mi mujer y yo le serviremos y tendrá harto mejor cama y servicio por los quince reales.
Yo me fui en casa deste hombre de bien, y cierto tenía mejor servicio. Pero tenía una dificultad, que un español honrado que tenía allí tres hijas y andaban a tú por tú cuál se casaría comigo, y yo estaba aborrido que no sabía qué hacerme. Fuimos pagados; y la patrona de la casa se llamaba la Osorio, mujer muy libre y conocida; dándole yo el pagamento a razón de quince reales, y díjome:
—¿Y no quiere pagar más?
Yo le respondí:
—Señora, sólo yo en Gaeta doy quince reales y no puedo dar más.
Ella, como mujer libre, me dijo:
—Pues otro poco a otro cabo—, que creo fue ángel para mí.
Yo me enojé y fui al capitán a suplicalle me diese licencia para irme al reino; y no queriéndomela dar, tantos medios tuve que me hizo la merced, y ansí salí libre de más que de demonios. Gracias al Señor.

2008-11-17

A los cuarenta años, Gerónimo de Pasamonte escribió su autobiografía con la pretensión de recibir algún tipo de compensación económica por los servicios prestados al rey contra los turcos. La obra se distribuyó por Madrid en manuscrito en 1593 y no fue editada hasta 1922, cuando Raymond Foulché-Delbosc la publicó en Revue Hispanique.

La escritura de Gerónimo es ágil y vale la pena hacer un esfuerzo para salvar algunos escollos que podría presentar sólo en algunas partes.
Las historias del capítulo cuarenta y siete transcurren en Italia. Gerónimo anda medio paranoico. Es sugestivo el momento en la cual Gerónimo, huyendo de una bruja, se muda, a cambio de una paga de dos reales, a la casa del soldado Jiménez. Pero allí será hostigado por la esposa del soldado, que le confesará que el marido la mataría de una puñalada si él se muda nuevamente, lo cual representaría para ellos la pérdida de los dos reales.
Gatitos, huevos envenenados y gusanos fermentarán un universo que se respira también a través de los cuadros de El Bosco y en ciertas películas contemporáneas de efectos especiales. En fin, historia de desgracias con invenciones infernales, brujas y fantasmas, o, de como aconteció que Gerónimo cayó un día de la sartén a la brasas, si bien, y por fortuna, no hubo de faltarle médico, confesor y ángel de la guardia.


Vida y trabajos de Gerónimo de Pasamonte
Edición de Florencio Sevilla

Capítulo 47

Ven aquí, señores, los grandísimos daños que suceden por no estar privados los católicos a pena de excomunión, no tener ni creer a los malos ángeles, que ellos son causa de estos males y de otros mayores, que con su falsísimo saber y malicia desacreditando a muchos buenos y acreditando sus maldades. La que tengo escripta fue la primera desgracia en mi mal que en esta ciudad pasé, y como tengo dicho, sería muy largo a escribillo todo, pero traeré lo más cierto. Y me protesto y digo que reniego del demonio y de todas sus obras y aun quería decir de quien en él cree. Había mudado la cuarta casa y vivía con dos camaradas en un monte de pocas casas, y fueme necesario alargarme de las camaradas y de quien nos servía, porque conocí que andaban en naturales y secretos y iba poco a poco descubriendo maldades. Era mucha la malicia y mala voluntad que me tenían porque no me podían atraer a sus malos gustos. Estando en otra casa con un paisano mío, me sucedió (y fue la primera vez que me alumbré desta maldad) y fue que una noche venía sobre mí una mala cosa. Y miraba yo durmiendo en visión una mujer que venía con aquella mala cosa, y conocía yo la mujer, como si estuviera despierto, y no sé quien me batía al lado y me hacía decir: «Conjuro te per individuam trinitatem ut vadas ad profundum inferni». Y yo lo decía con la propria prisa que me era advirtido, y diciendo estas palabras, desapareció la mujer y la fantasma. Yo me desperté todo espantado y decía las palabras aun despierto; imaginé en mí y dije: «¡Válame Dios!, ésta es fulana, y a puertas cerradas, ¿cómo ha entrado?». Imaginé muchas cosas y di en la cuenta, pero como en el primer mandamiento dice: «No creer en sueños ni otras cosas», me hice el señal de la cruz y dije el Evangelio de San Juan, que ya lo había decorado, y vestime y fuime a la iglesia y al sermón que era de Cuaresma. Cuando venía del sermón, se me hizo encontradiza aquella mala mujer que había venido la noche, y yo no me acordaba ya. Y me dijo:
—Oh, traidor, ¿y cómo sabes tanto?
Yo simplemente le dije:
—¿Qué dices, fulana?
Ella replicó:
—¡Oh, traidor!, que esta noche escapaste de muerte.
Entonces me acordé y le dije:
—¡Oh, bellaca descomulgada!
Y ella echó a huir y se metió en su casa, y yo entré en la mía, haciéndome la cruz; y di en la cuenta, qué cosas eran brujas y como cierto fue el ángel de la guardia el que me amonestó y defendió, gracias al Señor. En esta casa, un soldado estremeño (que pocos días había que había venido a este presidio, casado con una coja y que tal) me venía a visitar muchas veces y nos íbamos paseando a la Trinidad, y yo, por velle de honrado pecho, entre algunos días le fui contando mis desgracias y trabajos. Bajeme de aquella casa y torné a entrar en la ciudad por huir de aquella mala mujer. El estremeño siempre me visitaba hasta cerca un año, y tanto hizo que me sonsacó me fuese en su casa. Dábale real y medio por la comida y medio por el servicio, que eran dos reales. Mudámonos de una casa mal cómoda a otra mejor; ellos estaban en lo alto y yo en lo bajo, y esta fue la postrera casa, que nunca allá fuera. Este buen hombre mostraba estar muy contento comigo y yo también con ellos, y Dios se lo perdone a quien los conocía del reino y no me avisó de la verdad cuando yo se lo pedí. A cabo de pocos días, yo descubrí que había caído de la sartén en las brasas y que estaba en mayor peligro que jamás. A cuantos meses que estuve con su casa, vine a Nápoles si podía negociar poner mi ventaja en un castillo por salir de aquel peligro y tierra, y no lo pude alcanzar, por ser aún vivo Mayorga, que este fue el favor que tuve de España, gracias a mi Dios. Torneme en casa de mi estremeño, donde tenía mi ropa, y su mujer arrodillada delante un Cristo me juró que su marido había jurado, si yo me iba de su casa, de dalle de puñaladas a ella, porque perdía su comodidad. Yo le dije:
—Señora, yo no tengo tal voluntad, pero no andemos en naturales, porque yo no me quiero casar; y esas señoras viudas que os han hablado, decildes que yo no soy bueno para ser casado en Gaeta.
No sé si le dieron algún dinero porque me matase, que yo iba menoscabando mi salud y conocía por lo pasado mi mal. Dos veces hice muestra de quererme salir, y siempre me hizo juramento que si yo me salía, que su marido la mataría, como fue. Veis aquí el pobre Pasamonte que no sabía qué hacerse ni cómo remediallo. Yo decía: «Si me salgo, él la mata, y si se escapa, a mí me prenderán y me pondrán en quistión de tormento por adúltero». Rogaba yo a Dios en mis sacramentos me diese unas calenturas para irme al hospital y era lo peor que me iba helando. Ella tomó un gatico de leche y lo comenzó a criar y lo ponía en la mesa con sus cascabelicos de plata. Yo, que soy amoroso, gustaba dello. Un día murió el gatillo, por desgracia o aposta. Yo le dije al marido:
—Señor Jiménez, por amor de Dios, eche ese gatillo a la mar, pues sabe lo que hacen con esos animales.
Él se rió y dijo:
—No tenga miedo, que sí haré.
¡Dios nos guarde de traidores! De allí a no se qué días hicieron lo proprio con otro gatillo; y era en cuaresma, yo no sabía qué hacerme. Un confesor me dijo mudase barrio, y otros amigos; yo les decía lo que pasaba y quedaban espantados. Yo me determiné de morir, si Dios no lo remediaba. Con los gatillos hacen la mayor maldad que se puede escribir, y con güevos frescos dan venenos sin rompellos, y otras mil artes del demonio. ¡Jesús, Jesús, Jesús! En conclusión, el martes sancto me dijo la mala hembra (estando los dos a la mesa y su marido era de guardia):
—No te curarás, don traidor, pues que te has querido ir de mi casa; y yo te juro que antes del Viernes Sancto has de morir de muerte subitánea y sin poder frecuentar sacramentos.
Yo le respondí muy enojado y con ánimo:
—¡Oh, traidora herética!, el Domingo de Ramos me he confesado y comulgado, y estoy aparejado para morir, porque no se me acumule tu muerte; pero tengo fe en Jesucristo que me ha de remediar, y tú morirás a puñaladas.
Y me alcé de la silla y me bajé a mi cámara. Ella, la malaventurada, con los demonios y venenos tenía ya el término, pero Dios tenía otro término. El Jueves Sancto, muy de mañana, me reconcilié y recebí el Sanctísimo Sacramento, y después de comer me iba muriendo por la calle y haciéndome cruces en el corazón, y tomé el camino de la Nuntiada Sanctísima para ir a los oficios. Y en el camino hice fuerza para escupir y eché un gusano como un caracol. Ven aquí otra manera de muerte subitánea. Como eché este gusano, sentí un poco de descanso; llegué a la Nuntiada y oí los oficios y en un oficio de Nuestra Señora (que me fue prestado allí, que el mío le había olvidado) dije la oración in afflictione y el psalmo in tribulatione, y se me pasaron aquellas ansias. El domingo de Resurrectión confesé y comulgué, y el parrochiano me dijo tomase el sacramento con ella. Yo di una voz y dije:
—¡Con esa herética había yo de hacer tal; y no quise!
Un día de la semana de Albis, a la noche, yo estaba en mi cama rezando, creyendo me había de morir entonces, y bajó aquella buena mujer con su marido y el marido traía una candela en un candelero encendida. Ella entró delante, y el marido se paró a mi cabecera. Ella me perguntó cómo estaba, yo le dije que mejor, y en este instante comenzaron a dar vueltas alrededor della tantos demonios unos tras otros, en hábitos de frailecicos de San Francisco, como muchachos de ocho o doce años y de quince el mayor, y tantos que se hinchió la cámara. Yo, espantado, le dije:
—¡Oh, qué bien acompañada viene, señora Catalina!
Y ella me respondió:
—Bien, por cierto, pues vengo con mi marido.
Y estando mirando el maldito spectáculo, vi otros frailes de diferentes religiones dalle vueltas el derredor, y estos no eran muchachos sino como hombres grandes, y de la religión de Sancto Domingo no vi ninguno. Y entonces volví la cara a mano izquierda a la pared, llorando mis ojos; y tornando a mirar la mala mujer, vide un demonio en hábito de clérigo y sin cuello, que daba grandes saltos al derredor della con mucha alegría. Juzgue Dios y Vuestras Reverencias el caso, que yo no me atrevo a decir nada ni quiero, sino que digo que no fue sueño, sino que lo vide con estos ojos corporales. El marido no sé si vía nada. Dijéronme si quería algo. Yo dije que no, y ansí en aquel instante una multitud de demonios de aquellos se hundió hacia la mano izquierda y los otros, que estaban unos encima de otros (que no cabían en la cámara), se hundieron al rincón de la mano derecha. La mujer y el marido se fueron, y yo en mi cama me harté de llorar, encomendándome a Dios. Envié el otro día a llamar el médico que me había dado la otra vez las píldoras, y le dije como estaba peor que la otra vez. Él me ordenó las píldoras, que eran tres y había de tomar una cada noche. Tomé la una y hice muchos cursos, pero me vi perdido de los sentidos. Otro día envié a llamar al cabo de escuadra que era de guardia, y le dije:
—Señor, decid al capitán Aguirra que su merced me haga recebir al hospital de la Nunciada, porque muero helados mis sentidos si no me socorre.
El cabo de escuadra fue, y el capitán mandó me recibiesen, y vino por mí. Yo me levanté lo mejor que pude, y cuando me quería salir, me dijo la buena mujer:
—Señor Pasamonte, tome, bébase estos güevos frescos.
Yo le respondí:
—¡Para ti, traidora, y para tu marido!— Y me fui.
Llegado a la Nunciada, un fraile de la religión de Sancto Domingo que allí tienen y le llaman el Teólogo, me vino a confesar, y yo le dije mi mal y se quedó espantado. En ocho días tomé tres purgas y otras tres veces los divinos sacramentos. Del viernes a sábado de Albis, que fui al hospital, al otro sábado, ya yo estaba muy mejor. Los más días me venía a visitar el buen estremeño. Yo le dije este sábado último:
—Señor Jiménez, ya yo estoy bueno, gracias a Dios; los médicos dicen que no vuelva más en aquel barrio, porque es muy húmido. Vuestra merced tiene la casa pagada por nueve meses, y traígame la cama al torreón de Sancta María en casa de Carmona, que ya está concertado con el alférez.
Él dijo que de muy buena gana, y se fue. Dijo la criadilla que tenían que, como llegó, dijo a la mujer:
—Catalina, Pasamonte no viene más en casa, porque esto y esto me ha dicho.
Ella, por la mañana, que era domingo, se fue a confesar; y estando en el lastrago después de comer al sol con otros vecinos, dijo él a la mujer:
—Vámonos abajo.
Y como la tuvo abajo, dijo a la muchacha:
—Ve escoba abajo.
Y él metió mano a un pasador que siempre lo traía consigo, y principió a dar por los pechos de su mujer y le dio siete o ocho heridas y la dejó por muerta y tomó la escalera. Ella que le vio tomar la escalera, se alzó corriendo y cerró la puerta. Él, que vio que no era muerta, torna como un rayo y da una coz a la puerta y mete mano a una muy buena espada que traía del perrillo, y pásala por las tripas. Y de esta herida murió, que si se estaba queda, no moría de las puñaladas. Y dicen que de la calle tornó arriba a quitalle unas arracadas de las orejas que valían veinte ducados. A los gritos acudió un alférez reformado a llamar gente de la guardia, que en casa nadie osó entrar. Y cuando vino la gente, ya él se había puesto en salvo por la otra puerta de la ciudad por aquellos bosques adentro, y se libró. Ven aquí el fin que tuvo la gran maestra de invenciones infernales, y vivió veinticuatro horas. Ruego a Dios que aquel sacramento que recibió la haya salvado. Luego supe la nueva al hospital, y el médico se llegó a mí y me dijo:
—Señor Pasamonte, por la herida de las tripas de aquella mujer le han salido un pañizuelo de gusanos gordos y rojos.
Yo le respondí:
—Señor, que no son sino dragones de la muerte que ella quería darme a mí.
El médico se quedó espantado; y Dios la perdone.

2008-11-12

¿Qué hay en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener aquel paradero.

Antes de la partida hacia Barcelona, Sancho Panza y don Quijote creyeron que Altisidora había muerto por el desamor del hidalgo caballero. Otra vez en el palacio, Altisidora resucita. Luego, Sancho aprovechará y preguntará a la resucitada: qué vio en el otro mundo, qué hay en el infierno.

—La verdad que os diga [...] yo no debí de morir del todo, pues no entré en el infierno; que, si allá entrara, una por una no pudiera salir de él, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta, adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, […] y lo que más me admiró fue que les servían, en lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra […] A uno de ellos, nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: «Mirad qué libro es ése». Y el diablo le respondió: «Ésta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas». «Quitádmele de ahí —respondió el otro diablo— y metedle en los abismos del infierno: no le vean más mis ojos.» «¿Tan malo es?, respondió el otro.» «Tan malo —replicó el primero—, que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara.» Prosiguieron su juego, peloteando otros libros, y yo, por haber oído nombrar a don Quijote, a quien tanto adamo y quiero, procuré que se me quedase en la memoria esta visión.

2008-11-07

Fui hace unos días hasta las fotos de Ingrid Valencia. Más específicamente al álbum: «La Manzana» en Zapotlán el Grande, Jalisco.
Viendo a Orso Arreola, me acordé de un antiguo reportaje, en el que su padre acompañaba la charla con ademanes amplios, pero resultó que tenía un brazo enyesado, y, entonces, para seguir cómodamente hablando, se desprendió el pañuelo que le sostenía ese brazo. Yo tenía mentalmente la imagen del escritor Juan José Arreola, con su pelo largo y su mano de yeso alzada. Orso se le parece, si bien lleva el pelo corto.
En aquel reportaje de Primer Plano conocí a Arreola... me maravilló que dijese que él escribía por el sonido y que no le daba mucha bolilla al sentido de las frases. Se guiaba por el sonido. Me hizo mucha gracia, también.
Ahora abro el diario Página/12: dos de febrero de mil novecientos noventa y dos. El reportaje es de Tomás Eloy Martínez. Vuelvo a leerlo completo y no puedo dejar de reír. Y tampoco puedo evitar relacionar el último parágrafo con Los espejos velados, el relato de horror de Jorge Luis Borges.
Juan José Arreola cuenta de la siguiente manera, el último de una serie de encuentros similares que mantuvo con Borges:
«En la Jolla, California, nos invitaron a que hiciéramos juntos seis o siete programas de televisión. Los hicimos, pero no los pasaron nunca porque Borges no consiguió decir ni una sola palabra completa. No lo dejé. «Schopen...», empezaba él, y ahí no más yo me echaba un discurso sobre Schopenhauer. «La reali...», decía, y yo explicaba las teorías sobre la realidad desde los presocráticos hasta Wittgenstein. Había ido preparado. Al final, terminé recitando unos poemas de Amado Nervo y de Salvador Novo, y para que él pudiera decir algo le serví una pregunta: «¿Cómo le parecen estos versos, Borges», a lo que él respondió: «Qué melodías las del mundo, Arreola, qué armonías». Y eso fue todo. No lo vi más. Pero a veces, cuando estoy solo, sigo hablándole. En algún lugar del Cosmos, Borges me oye. Sí señor: para su fatalidad, él me oye.»

2008-11-04

Repaso del diálogo sostenido con el correr de los meses, a través de e-mails y de comentarios. Presenta a Eneas y a Orfeo como denominador común.

Silvina 15 de enero

13:47
La narración [Tabla de salvación] tiene algo de bajada a los infiernos y Jana sería algo así como una Eurídice.
¿Te acordás de la Eneida? Cuando Eneas baja al Infierno a ver a su padre.


Gustavo 17 de enero

14:46
No me acuerdo que Eneas haya bajado al Infierno, no sé por qué. Orfeo desciende al Infierno para convencer a Hades que retorne a Eurídice a la vida; se me hizo ahora un lío.

15:12
Me acuerdo de la reina Dido. Y también del Leteo, que quiere decir olvido. Que Eneas derrotado quiere hablar con su padre muerto, pero... lo consigue, qué lapsus tremendo. De resultas del encuentro con el padre, Eneas batallará hasta refundar Troya en las tierras de Lacio, o sea, la civilización romana.


Silvina 19 de enero

19:31
Eneas y Orfeo bajaron al Infierno aunque por razones distintas: Eneas por razones políticas (le preguntará a su padre donde fundar Roma) y abandonará a Dido, que luego se suicidará de amor (Dido es un personaje maravilloso). Orfeo bajará por amor a Eurídice.


Silvina 25 de enero

19:47
Estoy leyendo Así que Usted comprenderá del italiano Claudio Magris. La historia de Eurídice y Orfeo contada por ella... Ya sé que ahora estás con Casandra, pero hablamos el otro día de Eurídice con respecto a tu cuento Tabla...


Eurídice 25 de septiembre

12:05
Al leerte [Tengo conmigo unos libros que fueron de Paulino], pensé en Orfeo:
Con su arpa en la mano, tomó la senda de los espíritus de los muertos y descendió a los infiernos.
En su camino, encantó con sortilegios a todos los guardianes y consiguió llegar a la morada del dios Hades, señor del inframundo. Juró que si no conseguía volver a la tierra con Eurídice, permanecería en el mundo de los muertos para siempre.
Los corazones de los dioses se ablandaron con su canto, y cedieron. Dijeron: "Márchate, tu mujer te seguirá. Hay una condición, durante el viaje de vuelta no debes mirar hacia atrás.
A punto de volver a la superficie, lo inquietó el silencio. Se giró para ver si su amada no se había perdido en la espesa niebla. Ella estaba justo detrás de él, aún no había llegado a la superficie.
Hermes, el mensajero, que les había seguido, invisible, la tomó y tiró de ella para devolverla al mundo de los muertos.


Pastora 3 de noviembre

9:34
Eurídice ve almas como figuritas de papel, miradas blancas, equipajes abandonados en el mundo de los muertos.
Objetos cotidianos que no volveremos a usar, cuerpos que se echan a volar con una corriente de aire.
En cambio, Eneas observa a las multitudes que nacerán y Dante al tumulto torturado de las almas.
Son dos infiernos más. Uno en el que puede verse el futuro y otro en el que aplica la justicia universal.


Nota mía de hoy:
Después de la toma de Troya, Eneas dejó atrás a su mujer en la confusión de la huida. Emprendió la fuga tomando a su pequeño hijo de la mano, y con su padre, Anquises, a cuestas.
Virgilio cuenta que Eneas en el mundo de los muertos caminaba con Anquises y vieron una muchedumbre que hacía una larga cola para transmigrar al mundo de los vivos. Anquises le señalará los propios descendientes, es decir, aquellos que harán brillar de nuevo el antiguo esplendor troyano.
Dante y Virgilio enseñaron cómo son las entradas al infierno; hoy esta enseñanza es prácticamente ignorada. Ha sido casi perdida u olvidada.