2014-04-21

Treintaiuna

Las piecitas equiparadas a los piensos cortos o grafías pensiformes plastiútiles de Xul Solar:

noto filigranas de oro por doquier flotando, movimiento vivo con caras de hombre fluidas, casi humanas. Estas filigranas que son grafías volando, se enfilan en textos buscando nuevos sentidos y variantes. Quiero entenderlas y no sé: son como letras distintas muy enlazadas casi como las nuestras, más complicadas, más no lo puedo leer ni oler.

Como se desprende del panjuego: cada rompecabezas, un mundo; cada piecita, una oportunidad para reescribir el universo. Si el ajedrez clásico tiene 10 123 posiciones, el panjuego engloba a todas ellas y las multiplica por un número inimaginable. Vocales, consonantes, colores, planetas y constelaciones, todo unido en una urdimbre cuya imposibilidad asusta. ¿Reglas? Las que convengan en el momento.
Jorge Luis Borges decía de su amigo: «Había inventado también el panjuego, una suerte de complejo ajedrez duodecimal que se desenvolvía en un tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas. Cada vez que me lo explicaba, sentía que era demasiado elemental y lo enriquecía de nuevas ramificaciones, de suerte que nunca lo aprendí.»


Fichas del año pasado, desde la veintiséis a la treintaiuna: Balcarce 677 [1 marzo] México y Defensa [1 abril] Bolívar 715 [13 mayo] Avenida Patricios 495 [27 mayo] Perú 666 [20 junio] México 519 [7 octubre]

Las veinticinco anteriores

2014-03-17

Transparencia


… and the whale shoots-to all his ivory teeth, like so many white bolts
MOBY DICK

Luis von Ahn quiso graficar la idea que tenía del bien de la humanidad. Explicó que durante los diez segundos en que alguien está ingresando un CAPTCHA en Internet, el cerebro humano está realizando algo que la computadora aún no puede hacer. Aseguró que Google y Amazon estaban interesadas en digitalizar todos los libros que han sido escritos. La dificultad reside, como dijo, en que la computadora no puede descifrar alrededor del treinta por ciento de las palabras de los libros impresos hace ya más de cincuenta años. Pero a él se le ocurrió que podrían tomarse todas esas palabras que la computadora no puede descifrar y hacer que alguien las descifre mientras llena un CAPTCHA. Luis von Ahn alzó la mano derecha hacia la pantalla gigante y en ese momento se oyeron aplausos, como si los asistentes palparan su idea del bien.


Andrew Norman Wilson había sido contratado por una productora de video para trabajar de 21 a 5 hs. en Googleplex, la sede central de Google, la compañía que adquiriría en 2009 el sistema de Luis von Ahn para la digitalización masiva de libros. Andrew Norman Wilson recibió un distintivo rojo que le iba a permitir desenvolverse en el campus junto con los grupos blanco y verde. Un día observó a otro grupo de empleados que portaban distintivos amarillos y comenzaban a trabajar a las 4 hs. Este grupo cumplía una jornada de diez horas en el edificio donde eran escaneados los libros para Google Books.


Los empleados de Google Books eran casi todos negros y no tenían acceso a las comodidades que Google ofrecía a los demás grupos: bicicletas, servicio de combis-limusinas, comidas gourmet, dispositivos móviles, etcétera. Andrew Norman Wilson entabló conversaciones breves con ellos. Posteriormente, quiso filmarlos, cosa que alcanzó a hacer al término de una jornada, aunque sólo durante algunos minutos, porque la seguridad de Googleplex le impidió continuar.


Google notificó el hecho al encargado de la productora, y éste requirió los motivos de la filmación a Andrew Norman Wilson, quien respondió: «Estoy interesado en cuestiones de clase, raza y trabajo. Por curiosidad general, quería preguntar a los empleados [de Google Books] sobre sus tareas.» Al poco tiempo, fue despedido.


Como consecuencia del despido, Andrew Norman Wilson compuso el video, Workers leaving the Googleplex (2011), donde trata las diferencias en el sistema de empleados de Google por distintivos de colores. En dicho sistema, asimila a los trabajadores de distintivo amarillo con los obreros fabriles o clásicos; es decir, aquellos que confinados a un recinto realizan una tarea repetitiva, constituida en eslabón de la cadena de producción de una mercancía.


Desde el título, Andrew Norman Wilson dialoga con la película de los hermanos Lumière, La Sortie de l'usine Lumière à Lyon (1895), y con el ensayo-documental de Harun Farocki, Arbeiter verlassen die Fabrik (1995), que revisita «la salida de la fábrica» al cabo de un siglo. En la entrevista con Rizhome, dice:
Representar el movimiento fue el objetivo principal de la película de los hermanos Lumière, y yo estaba interesado en hacer lo mismo con el video de Googleplex. Sin embargo, como Farocki señala en su película, hemos llegado a reconocer que las imágenes en movimiento, no representan tan sólo movimiento, también pueden contener conceptos.
Y precisa mejor la idea: la transición de los medios analógicos a los medios digitales es todavía totalmente inseparable del mundo material. Luego, añade:
A pesar del progreso tecnológico y la creciente importancia del trabajo intelectual y de la información, hay voltaje en los circuitos electrónicos, servidores físicos, tecnología actualizada para cada nuevo ciclo de un determinado producto y una necesidad constante de trabajo manual repetitivo.



A modo de complemento, Andrew Norman Wilson empezó a guardar manos y dedos que aparecían en Google Books. Pertenecían a los trabajadores de distintivo amarillo; se trataban de anomalías en el proceso de escaneo, que a poco de ser detectadas eran reeemplazadas por las páginas correspondientes.
El escaneo es el paso previo al reconocimiento de caracteres, proceso éste, el reconocimiento de caracteres, que concluye por la vía del llenado del CAPTCHA. Es decir, en el inicio de la digitalización masiva de libros, encontramos a las manos y a los dedos que dan vuelta las hojas de papel y en el otro extremo al CAPTCHA —novecientos millones de cerebros, de acuerdo con Luis von Ahn, que han reconocido palabras que la tecnología no puede aún descifrar.
El tipeo del CAPTCHA ya no se emplea tan sólo para los libros escaneados; si acaso necesitamos acortar una dirección de Internet y requerimos de Google URL shortener, comprobamos que el sistema se aplica también al reconocimiento de la numeración de calles fotografiadas por los vehículos de Street View, la interfaz de recorridos virtuales de Google Maps.
Las manos y los dedos nos compelen a la elaboración de las propuestas tecnocráticas en nombre del bien de la humanidad y detrás de la utopía del libre y universal acceso al conocimiento. Como Andrew Norman Wilson deja planteado:
Todos los que usamos los servicios gratuitos de Google —Gmail, Google Cloud Platform, Google Books, Blogger, YouTube — nos convertimos en trabajadores del conocimiento para la compañía. Nos la pasamos ingresando datos de diferentes maneras y estilos. Pero, a partir de que el conocimiento es percibido como bien público, Google recopila nuestros datos, creando valor a partir del intercambio. Por lo tanto, Google, tal como lo conocemos y lo usamos, es una fábrica.



2014-02-20

2013-12-30

West Island

La impresión de ver el cráneo humano en el islote enfrente del palacio de Buckingham hizo que el hervidero de gritos, voces y risas se apagara. O mejor dicho, la agitación, el chapoteo y las carcajadas no se apagaron; en verdad, llegaban hasta Flor de todas las direcciones, pero de golpe ella dejaría el borde de la pileta para luego cruzar el jardín y alejarse por las calles vecinales.
Entre los plátanos y los falsos paraísos, las líneas incandescentes formaban un encaje enceguecedor. La fronda de los tilos protegía ciertos tramos. Pero expuestas al sol de febrero, como casi no había tilos, y como era mediodía, la una y media, a más tardar, las calles se abrasaban. De la uniformidad de los jardines no venía menos luz. Parecía una fotografía sobreexpuesta, donde el gramillón se arrastraba hasta las zanjas para hundirse y luego reverdecer a ambos lados de las calles, segado, pulcro y lustroso. De lo alto caía un zumbido constante, como el de un motor que trabaja al sol. Las cigarras y un avión en la lejanía; por lo demás, todo estaba en silencio.
En la calle que llevaba hasta las canchas de tenis y torcía justamente al llegar al golf, aparte de algunos autos estacionados sobre la gravilla de los accesos a las propiedades, que se trataba en realidad de una escoria proveniente de la fábrica de tubos establecida en la orilla occidental del Paraná de la Palmas, no había un alma, nada, en todo el trayecto. Flor se detuvo cuando había caminado un kilómetro, o tal vez un poco más. El estrépito de perforaciones en las ramas, de manchas y círculos de sol que se amoldaban a su capelina y a las partes desprotegidas de su piel, la ensordecía. Estaba frente al campo de golf y todavía le quedaba una sombra desde donde mirar el horizonte que la luz cruda volvía blanquecino.
Buscó la sombra, se sentó al pie del árbol y, reclinándose hacia atrás, pensó en el cráneo sin dolor, sólo como una imagen realizada por alguno de los drones que regularmente sobrevuelan St. James Park. Pero, ¿de quién sería? ¿De una mujer? ¿Habría sido asesinada? Trataba de dilucidar la procedencia de un cráneo, en un islote desleído por el cielo blanco y en un tiempo pasado, sobre cuya existencia no se conocía una palabra. Los encargados de procesar el mapeo de los drones no habrían visto el cráneo, porque de lo contrario ya lo hubieran borrado, como hicieron en Worcester con la niña muerta y con el hombre de cabeza de caballo en las afueras de Aberdeen.
Un manto de nubes blancas cubría el St. James en una suerte de mañana amniótica. La primavera palpitaba cerca y Flor podía explorar el parque, eligiendo esto o aquello: un roble, la ardilla que come de la mano de una vieja con la cara difuminada, los sauces, el tronco que hace de subibaja, los fabulosos guijarros incrustados en el arenero, los gorros de polar, las bufandas largas, el destello de los cerezos florecidos, los pelícanos avanzando con los transeúntes sin rostro por la senda que bordea el lago. En un extremo, la Isla de los Patos, en el otro, el islote denominado West Island.
Una transitoria línea de sol caía entre las hojas y las ramas maceradas por el tiempo y las lluvias. El cráneo no había sido fruto de una sugestión, seguía en el suelo de West Island. Alrededor brotaban plantas silvestres; innumerables variedades de musgo llenaban sus huecos. Había también unas botellas de Tanqueray. Mientras hacía zoom y paneaba, rotaba e inclinaba la zona que había acotado del islote, de cuando en cuando se detenía para espiar las ondulaciones y los bancos de arena. Sobre toda la perspectiva pesaba un aire desolador.
Flor permanecía sentada a la turca, aislada bajo la sombra del tilo. A lo lejos, el golf se fundía en una arboleda, después baldíos, basurales y cavas a cielo abierto. En el espacio contiguo, un barrio de calles sin asfaltar y una tierra de nadie con cardales dispersos y cubiertos de polvo. Detrás, un poco más lejos, la Ruta Panamericana que cruza en dirección S-N la llanura relegada a la miseria.