2008-11-17

A los cuarenta años, Gerónimo de Pasamonte escribió su autobiografía con la pretensión de recibir algún tipo de compensación económica por los servicios prestados al rey contra los turcos. La obra se distribuyó por Madrid en manuscrito en 1593 y no fue editada hasta 1922, cuando Raymond Foulché-Delbosc la publicó en Revue Hispanique.

La escritura de Gerónimo es ágil y vale la pena hacer un esfuerzo para salvar algunos escollos que podría presentar sólo en algunas partes.
Las historias del capítulo cuarenta y siete transcurren en Italia. Gerónimo anda medio paranoico. Es sugestivo el momento en la cual Gerónimo, huyendo de una bruja, se muda, a cambio de una paga de dos reales, a la casa del soldado Jiménez. Pero allí será hostigado por la esposa del soldado, que le confesará que el marido la mataría de una puñalada si él se muda nuevamente, lo cual representaría para ellos la pérdida de los dos reales.
Gatitos, huevos envenenados y gusanos fermentarán un universo que se respira también a través de los cuadros de El Bosco y en ciertas películas contemporáneas de efectos especiales. En fin, historia de desgracias con invenciones infernales, brujas y fantasmas, o, de como aconteció que Gerónimo cayó un día de la sartén a la brasas, si bien, y por fortuna, no hubo de faltarle médico, confesor y ángel de la guardia.


Vida y trabajos de Gerónimo de Pasamonte
Edición de Florencio Sevilla

Capítulo 47

Ven aquí, señores, los grandísimos daños que suceden por no estar privados los católicos a pena de excomunión, no tener ni creer a los malos ángeles, que ellos son causa de estos males y de otros mayores, que con su falsísimo saber y malicia desacreditando a muchos buenos y acreditando sus maldades. La que tengo escripta fue la primera desgracia en mi mal que en esta ciudad pasé, y como tengo dicho, sería muy largo a escribillo todo, pero traeré lo más cierto. Y me protesto y digo que reniego del demonio y de todas sus obras y aun quería decir de quien en él cree. Había mudado la cuarta casa y vivía con dos camaradas en un monte de pocas casas, y fueme necesario alargarme de las camaradas y de quien nos servía, porque conocí que andaban en naturales y secretos y iba poco a poco descubriendo maldades. Era mucha la malicia y mala voluntad que me tenían porque no me podían atraer a sus malos gustos. Estando en otra casa con un paisano mío, me sucedió (y fue la primera vez que me alumbré desta maldad) y fue que una noche venía sobre mí una mala cosa. Y miraba yo durmiendo en visión una mujer que venía con aquella mala cosa, y conocía yo la mujer, como si estuviera despierto, y no sé quien me batía al lado y me hacía decir: «Conjuro te per individuam trinitatem ut vadas ad profundum inferni». Y yo lo decía con la propria prisa que me era advirtido, y diciendo estas palabras, desapareció la mujer y la fantasma. Yo me desperté todo espantado y decía las palabras aun despierto; imaginé en mí y dije: «¡Válame Dios!, ésta es fulana, y a puertas cerradas, ¿cómo ha entrado?». Imaginé muchas cosas y di en la cuenta, pero como en el primer mandamiento dice: «No creer en sueños ni otras cosas», me hice el señal de la cruz y dije el Evangelio de San Juan, que ya lo había decorado, y vestime y fuime a la iglesia y al sermón que era de Cuaresma. Cuando venía del sermón, se me hizo encontradiza aquella mala mujer que había venido la noche, y yo no me acordaba ya. Y me dijo:
—Oh, traidor, ¿y cómo sabes tanto?
Yo simplemente le dije:
—¿Qué dices, fulana?
Ella replicó:
—¡Oh, traidor!, que esta noche escapaste de muerte.
Entonces me acordé y le dije:
—¡Oh, bellaca descomulgada!
Y ella echó a huir y se metió en su casa, y yo entré en la mía, haciéndome la cruz; y di en la cuenta, qué cosas eran brujas y como cierto fue el ángel de la guardia el que me amonestó y defendió, gracias al Señor. En esta casa, un soldado estremeño (que pocos días había que había venido a este presidio, casado con una coja y que tal) me venía a visitar muchas veces y nos íbamos paseando a la Trinidad, y yo, por velle de honrado pecho, entre algunos días le fui contando mis desgracias y trabajos. Bajeme de aquella casa y torné a entrar en la ciudad por huir de aquella mala mujer. El estremeño siempre me visitaba hasta cerca un año, y tanto hizo que me sonsacó me fuese en su casa. Dábale real y medio por la comida y medio por el servicio, que eran dos reales. Mudámonos de una casa mal cómoda a otra mejor; ellos estaban en lo alto y yo en lo bajo, y esta fue la postrera casa, que nunca allá fuera. Este buen hombre mostraba estar muy contento comigo y yo también con ellos, y Dios se lo perdone a quien los conocía del reino y no me avisó de la verdad cuando yo se lo pedí. A cabo de pocos días, yo descubrí que había caído de la sartén en las brasas y que estaba en mayor peligro que jamás. A cuantos meses que estuve con su casa, vine a Nápoles si podía negociar poner mi ventaja en un castillo por salir de aquel peligro y tierra, y no lo pude alcanzar, por ser aún vivo Mayorga, que este fue el favor que tuve de España, gracias a mi Dios. Torneme en casa de mi estremeño, donde tenía mi ropa, y su mujer arrodillada delante un Cristo me juró que su marido había jurado, si yo me iba de su casa, de dalle de puñaladas a ella, porque perdía su comodidad. Yo le dije:
—Señora, yo no tengo tal voluntad, pero no andemos en naturales, porque yo no me quiero casar; y esas señoras viudas que os han hablado, decildes que yo no soy bueno para ser casado en Gaeta.
No sé si le dieron algún dinero porque me matase, que yo iba menoscabando mi salud y conocía por lo pasado mi mal. Dos veces hice muestra de quererme salir, y siempre me hizo juramento que si yo me salía, que su marido la mataría, como fue. Veis aquí el pobre Pasamonte que no sabía qué hacerse ni cómo remediallo. Yo decía: «Si me salgo, él la mata, y si se escapa, a mí me prenderán y me pondrán en quistión de tormento por adúltero». Rogaba yo a Dios en mis sacramentos me diese unas calenturas para irme al hospital y era lo peor que me iba helando. Ella tomó un gatico de leche y lo comenzó a criar y lo ponía en la mesa con sus cascabelicos de plata. Yo, que soy amoroso, gustaba dello. Un día murió el gatillo, por desgracia o aposta. Yo le dije al marido:
—Señor Jiménez, por amor de Dios, eche ese gatillo a la mar, pues sabe lo que hacen con esos animales.
Él se rió y dijo:
—No tenga miedo, que sí haré.
¡Dios nos guarde de traidores! De allí a no se qué días hicieron lo proprio con otro gatillo; y era en cuaresma, yo no sabía qué hacerme. Un confesor me dijo mudase barrio, y otros amigos; yo les decía lo que pasaba y quedaban espantados. Yo me determiné de morir, si Dios no lo remediaba. Con los gatillos hacen la mayor maldad que se puede escribir, y con güevos frescos dan venenos sin rompellos, y otras mil artes del demonio. ¡Jesús, Jesús, Jesús! En conclusión, el martes sancto me dijo la mala hembra (estando los dos a la mesa y su marido era de guardia):
—No te curarás, don traidor, pues que te has querido ir de mi casa; y yo te juro que antes del Viernes Sancto has de morir de muerte subitánea y sin poder frecuentar sacramentos.
Yo le respondí muy enojado y con ánimo:
—¡Oh, traidora herética!, el Domingo de Ramos me he confesado y comulgado, y estoy aparejado para morir, porque no se me acumule tu muerte; pero tengo fe en Jesucristo que me ha de remediar, y tú morirás a puñaladas.
Y me alcé de la silla y me bajé a mi cámara. Ella, la malaventurada, con los demonios y venenos tenía ya el término, pero Dios tenía otro término. El Jueves Sancto, muy de mañana, me reconcilié y recebí el Sanctísimo Sacramento, y después de comer me iba muriendo por la calle y haciéndome cruces en el corazón, y tomé el camino de la Nuntiada Sanctísima para ir a los oficios. Y en el camino hice fuerza para escupir y eché un gusano como un caracol. Ven aquí otra manera de muerte subitánea. Como eché este gusano, sentí un poco de descanso; llegué a la Nuntiada y oí los oficios y en un oficio de Nuestra Señora (que me fue prestado allí, que el mío le había olvidado) dije la oración in afflictione y el psalmo in tribulatione, y se me pasaron aquellas ansias. El domingo de Resurrectión confesé y comulgué, y el parrochiano me dijo tomase el sacramento con ella. Yo di una voz y dije:
—¡Con esa herética había yo de hacer tal; y no quise!
Un día de la semana de Albis, a la noche, yo estaba en mi cama rezando, creyendo me había de morir entonces, y bajó aquella buena mujer con su marido y el marido traía una candela en un candelero encendida. Ella entró delante, y el marido se paró a mi cabecera. Ella me perguntó cómo estaba, yo le dije que mejor, y en este instante comenzaron a dar vueltas alrededor della tantos demonios unos tras otros, en hábitos de frailecicos de San Francisco, como muchachos de ocho o doce años y de quince el mayor, y tantos que se hinchió la cámara. Yo, espantado, le dije:
—¡Oh, qué bien acompañada viene, señora Catalina!
Y ella me respondió:
—Bien, por cierto, pues vengo con mi marido.
Y estando mirando el maldito spectáculo, vi otros frailes de diferentes religiones dalle vueltas el derredor, y estos no eran muchachos sino como hombres grandes, y de la religión de Sancto Domingo no vi ninguno. Y entonces volví la cara a mano izquierda a la pared, llorando mis ojos; y tornando a mirar la mala mujer, vide un demonio en hábito de clérigo y sin cuello, que daba grandes saltos al derredor della con mucha alegría. Juzgue Dios y Vuestras Reverencias el caso, que yo no me atrevo a decir nada ni quiero, sino que digo que no fue sueño, sino que lo vide con estos ojos corporales. El marido no sé si vía nada. Dijéronme si quería algo. Yo dije que no, y ansí en aquel instante una multitud de demonios de aquellos se hundió hacia la mano izquierda y los otros, que estaban unos encima de otros (que no cabían en la cámara), se hundieron al rincón de la mano derecha. La mujer y el marido se fueron, y yo en mi cama me harté de llorar, encomendándome a Dios. Envié el otro día a llamar el médico que me había dado la otra vez las píldoras, y le dije como estaba peor que la otra vez. Él me ordenó las píldoras, que eran tres y había de tomar una cada noche. Tomé la una y hice muchos cursos, pero me vi perdido de los sentidos. Otro día envié a llamar al cabo de escuadra que era de guardia, y le dije:
—Señor, decid al capitán Aguirra que su merced me haga recebir al hospital de la Nunciada, porque muero helados mis sentidos si no me socorre.
El cabo de escuadra fue, y el capitán mandó me recibiesen, y vino por mí. Yo me levanté lo mejor que pude, y cuando me quería salir, me dijo la buena mujer:
—Señor Pasamonte, tome, bébase estos güevos frescos.
Yo le respondí:
—¡Para ti, traidora, y para tu marido!— Y me fui.
Llegado a la Nunciada, un fraile de la religión de Sancto Domingo que allí tienen y le llaman el Teólogo, me vino a confesar, y yo le dije mi mal y se quedó espantado. En ocho días tomé tres purgas y otras tres veces los divinos sacramentos. Del viernes a sábado de Albis, que fui al hospital, al otro sábado, ya yo estaba muy mejor. Los más días me venía a visitar el buen estremeño. Yo le dije este sábado último:
—Señor Jiménez, ya yo estoy bueno, gracias a Dios; los médicos dicen que no vuelva más en aquel barrio, porque es muy húmido. Vuestra merced tiene la casa pagada por nueve meses, y traígame la cama al torreón de Sancta María en casa de Carmona, que ya está concertado con el alférez.
Él dijo que de muy buena gana, y se fue. Dijo la criadilla que tenían que, como llegó, dijo a la mujer:
—Catalina, Pasamonte no viene más en casa, porque esto y esto me ha dicho.
Ella, por la mañana, que era domingo, se fue a confesar; y estando en el lastrago después de comer al sol con otros vecinos, dijo él a la mujer:
—Vámonos abajo.
Y como la tuvo abajo, dijo a la muchacha:
—Ve escoba abajo.
Y él metió mano a un pasador que siempre lo traía consigo, y principió a dar por los pechos de su mujer y le dio siete o ocho heridas y la dejó por muerta y tomó la escalera. Ella que le vio tomar la escalera, se alzó corriendo y cerró la puerta. Él, que vio que no era muerta, torna como un rayo y da una coz a la puerta y mete mano a una muy buena espada que traía del perrillo, y pásala por las tripas. Y de esta herida murió, que si se estaba queda, no moría de las puñaladas. Y dicen que de la calle tornó arriba a quitalle unas arracadas de las orejas que valían veinte ducados. A los gritos acudió un alférez reformado a llamar gente de la guardia, que en casa nadie osó entrar. Y cuando vino la gente, ya él se había puesto en salvo por la otra puerta de la ciudad por aquellos bosques adentro, y se libró. Ven aquí el fin que tuvo la gran maestra de invenciones infernales, y vivió veinticuatro horas. Ruego a Dios que aquel sacramento que recibió la haya salvado. Luego supe la nueva al hospital, y el médico se llegó a mí y me dijo:
—Señor Pasamonte, por la herida de las tripas de aquella mujer le han salido un pañizuelo de gusanos gordos y rojos.
Yo le respondí:
—Señor, que no son sino dragones de la muerte que ella quería darme a mí.
El médico se quedó espantado; y Dios la perdone.

3 comentarios:

euridice dijo...

Jesús, Jesús, Jesús...

In aflictione y espanto se viviría,
siendo mujer en aquellos días.

Víctor Sampayo dijo...

Lo que más me sorprende es el sentido de previsión de Gerónimo, cuando advierte a la bruja que, a pesar de sus malas artes, él está aparejado para morir...

Pastora dijo...

Una serie montada con una pericia demoníaca, la serie de entradas con diablos en movimiento y con amantes en pecado mortal.