2010-10-20

Puig llevaba una vida austera en Nueva York y daba clases semanales en la universidad de Columbia, como escritor residente. Sin embargo, sufría a menudo pesadillas con grupos comandos que tomaban por asalto el mono ambiente de la calle Charcas, en Buenos Aires.
Se trató del período de escritura de El beso y Maldición. Puig alquilaba en el West Village una réplica del departamento de Buenos Aires. El entorno de amigos y relaciones se apreciaba a sí mismo con encanto camp y sonreía de cara al resto del mundo con ironía kitsch. Puig encajaba en el West Village por su lucidez nostálgica y era admirado por su entorno, a causa de ser un escritor reconocido más allá del círculo de literatura gay. Sin embargo, no tenía ligue a los cuarenta y cinco años, o, no era ya deseado dentro del grupo conformado en su mayoría por jóvenes «hermanas» o «hijas».
Sus padres vivían en Argentina. A partir de 1976, y durante tres años, su madre viajará seguido a Nueva York. Llegaba para la temporada de musicales en Broadway y de ópera en el Metropolitan. Puig reclutaría «niñeras» para que acompañasen a su madre al Theater 80, cuando él prefería ver películas viejas en televisión o en Cinemaphilia, un cine club del que se había vuelto habitué. Veía dos o tres películas por día. Consultaba sistemáticamente los archivos del MoMA.
Entre las películas, hizo una selección de melodromas nazis, que lo pondría a reflexionar acerca de la conjunción entre el esplendor hollywoodense y la ideología hitleriana, un cruce que involucra siempre las relaciones de atracción sexual o amorosa. En otra palabras: observó que las relaciones amorosas y sexuales son dispositivos explícitos donde la incorrección política prevalece. De esta incorrección surgió El beso.
Un día, el grupo camp se sorprendió con un nuevo amigo de Puig: un treintañero, que el escritor había conocido en la pileta a la que iba al mediodía. Sin chispa y algo obeso, los amigos del West no entendían que sacaba Puig con ese tipo. Puig podría haber visto cosas en el nuevo amigo que a él le faltaban. Por un lado, el amigo era un profesional, aunque por el momento se encontraba desempleado. No era un extranjero como Puig, es decir, tenía patria, o, por decirlo mejor, tenía una patria que a pesar de todo lo acogía, la estadounidense. Por su parte, Puig se sentía rechazado. Sus libros integraban listas negras en su país, mientras que en Francia e Italia no eran editados porque sus últimos títulos no conformaban la literatura que se esperaba proviniera de Latinoamérica. Tampoco le iba bien con El beso en Nueva York, que había sido considerada carente de originalidad y pesada, a causa de las citas.
Puig vivía con necesidades económicas. Le preocupaba la edad avanzada de sus padres. Complacía a la madre y la cuidaba o se cuidaban mutuamente. Pero el padre permanecía en Argentina y Puig no se ocupaba mucho.
El tipo de la pileta trabajaba temporalmente cuidando viejos. Puig pactó citas precisas y grabaría las conversaciones. Había empezado a pergeñar las páginas de Maldición, ideadas como la transcripción cruda de esas conversaciones, aunque necesitaba un interlocutor para esa voz, sesgada por las frustraciones y limitada en sus aspiraciones, e imaginará a un viejo invalido que ha perdido la memoria o la conserva en forma de fragmentos. El padre de Puig sería esa voz senil.
El diálogo moldearía definitivamente Maldición eterna, así como también moldeó El beso, dos obras de confrontación para la etapa más crucial, tal vez, en la vida de Puig: los años de Nueva York.

Fuente biográfica: Suzane Jill-Levine, Manuel Puig y la mujer araña.

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