

Página/12 25 de julio de 2000
Por Osvaldo Bayer
Los guiones que firman Puenzo y su hija Lucía Puenzo son una siembra y una cosecha de lugares comunes no para «asustar al burgués» sino para «divertir el burgués». La ignorancia es tal que Puenzo sostiene en el guión que durante el gobierno radical de Yrigoyen se torturaba a los presos políticos con la picana eléctrica, y se lo hace aparecer al comisario Leopoldo Lugones (h) haciendo mediciones de descargas eléctricas. La ignorancia del guionista es supina ya que todo eso perteneció al período de la dictadura de Uriburu. Pero para el señor director todo es igual. En Hollywood se hace así. La biblia y el calefón. ¿A quién le interesa la verdad histórica? Ni el más ignorante de los guionistas puede cometer un error así. Ante todo es una falta de respeto al espectador.
Aquí me tengo que reprochar a mí mismo, ya que yo conecté a América Scarfó con Puenzo. Aprovechó toda la sinceridad y la cordialidad de América para hundir en la obscenidad hasta el hartazgo la hermosísima amistad de esos dos hermanos, América y Paulino, éste fusilado un día después que Severino. Una relación absolutamente pura e idealista que en el guión de Puenzo aparece ensuciada por la falta de buen gusto y el afán de sorprender al espectador.
Pero todo es descrito así con liviandad y mal gusto. Además de la burla baja, Puenzo traiciona toda la realidad épica que tuvieron los hechos. Rebaja al anarquismo como un par de locos que a veces tiran una frase hecha de la ideología pero en el fondo los describe como unos descolgados sanguinarios. El caso de Paulino Scarfó es patético. Tal vez haya sido el joven más idealista de todo el grupo. Puenzo lo pone como un asesino frío y calculador. Eso es una mentira que imita a los comunicados oficiales de la época de la dictadura. Esto no sólo hiere a la familia Scarfó, sino también al historiador que escribió la verdad basada en centenares de testimonios y documentos de todos lados del acontecer histórico. Bastaría mencionar las escenas elaboradas por Puenzo sobre el robo del ataúd de Magrassi con el cadáver adentro. Eso no ocurrió nunca y se necesita tener una mentalidad sin pudor para meter de rondón algo de tan mal gusto y cavernario, el jugar con cadáveres. En fin, los anarquistas hablan en cocoliche, cantan una canción de lucha con arreglos fascistas, son vagos, no trabajan. Cuando describe a la familia Scarfó, el propósito de Puenzo es describir una familia de tanos grébanos. Claro, es más de firulete, de tango de comedieta, ridícula en su significado, baja, deplorable, ni siquiera tiene la calidad del sainete. Hasta Vacarezza lo hubiera deplorado. Ni siquiera Puenzo se tomó el trabajo de estudiar el idioma de los años veinte. Total para qué. Dale que va, diría Discepolín.
No se hace arte con la mentira. Les pido a los actores que proyectan actuar en el engendro de Puenzo que piensen que aquellos protagonistas ya no pueden defenderse.
The end is so immense, it is its own poetry. It requires little rhetoric. Just state it plainly.
PHILIP ROTH: EXIT GHOST
Estas son las nuevas piecitas del 2011, desde la trece a la catorce: Balcarce 259 [14 enero] Estados Unidos 1505 [12 febrero]
El resto del antipuzzle
¿Importan los libros que los escritores no llegan a escribir? Es fácil olvidarlos, dar por supuesto que la bibliografía apócrifa sólo puede contener ideas malas, proyectos justamente abandonados, embarazosas intuiciones iniciales. No tendría por qué ser así: las ideas iniciales suelen ser las mejores, y menos mal que luego son animosamente rehabilitadas por las terceras ideas tras haber sido estropeadas por las segundas. Además, una idea no siempre acaba siendo abandonada debido a que no ha podido pasar una prueba de calidad. La imaginación no produce de forma anual como los frutales. El escritor tiene que aprovechar todo lo que encuentra: a veces, más cosas de la cuenta; otras, poquita cosa; y otras, nada de nada. Y en los años de superabundancia siempre hay en algún frío y oscuro desván, algún cajón que el escritor visita de vez en cuando; y sí, vaya hombre, mientras él estaba trabajando con tesón en la planta baja, arriba en el desván siguen esas pieles arrugadas, esos avisos de alarma, un repentino hundimiento pardo y el retoñar de los copos de nieve. ¿Qué puede hacer el escritor con todo eso?
Vanna trajo este resto de cerámica de la orilla del mar.
Pero en el tiempo transcurrido, seis años ya, consideré olvidada para siempre la novela en la cual había leído algunas de las inscripciones.
Aquel verano, Vanna y Flor partieron muy temprano desde Cabo Corrientes hasta Playa Grande. Flor quería juntar caracoles que tuvieran un agujerito en el borde de la abertura para luego enhebrarlos y armar pulseras. Una compañera de colegio, le había mostrado a Flor las pulseras que había hecho y le había dicho que el mar durante la noche formaba montañas de caracoles en Playa Grande. Así que para hacer una buena cosecha de esos caracoles era conveniente ir a Playa Grande al amanecer.
Me enteré de los detalles el día que llegué. Por la noche, Flor se quedó con la abuela y antes de cenar visitamos con Vanna el Museo del Mar. Mientras estábamos en el bar del museo, rodeados del oscuro movimiento de los grandes peces del acuario, Vanna me mostró el trozo de cerámica con las inscripciones en inglés. Me contó del madrugón con Flor y que había encontrado esa bella pieza en el vertedero que deja el mar, el mismo de donde Flor recogió dos bolsas de súper, repletas de caracoles. Vanna suponía que podría haber sido parte de la vajilla inglesa de algún transatlántico. Seguramente sería parte de algún plato, pero se me ocurrió que las inscripciones podrían indicar el nombre del barco. De repente, me vino a la mente Bouvard y Pécuchet o, para ser justo, el recuerdo visual de que en la novela de Gustav Flaubert se nombraba ...ON BROS, HANLEY, ...TOKE ON TRENT. Pero los personajes de Flaubert engloban tantos libros, autores, sitios, héroes y despropósitos que esa imagen bien habría podido ser falsa.
Después de aquel verano, la cerámica fue a parar junto a los fragmentos de azulejos blancos que habitualmente recogemos de la playa de escombros de Buenos Aires. También guardamos piezas transparentes, que son pedacitos de vidrio de botellas, y de color de polvo de ladrillo, que no son otra cosa que cachos de ladrillos de demolición, y celestes o verdes, que son fragmentos de vidrio y de azulejos de esos colores. Cinco colecciones de restos y escombros de la ciudad. Piedras pulidas por el Río de la Plata que, de lo contrario, se habrían vuelto granos de arena.
Pero hace pocos días, en otra playa muy diferente a la de seis años atrás, Vanna hizo que yo viera de dónde era que había recordado las inscripciones de la cerámica.
Los médanos ahora nos protegían del viento. Ella devoraba los pasos del escritor Nathan Zuckerman por Nueva York y yo volvía a errar por Rouen y Croisset en compañía del doctor Geoffrey Braithwaite. La interrumpí para leerle un parágrafo —arriba, en bastardilla— que pertenece a Los apócrifos de Flaubert, capítulo de El loro de Flaubert, de Julian Barnes, que en la edición francesa lleva por título: Les oeuvres secrètes de Flaubert.
—¿Qué puede hacer el escritor? —señaló Vanna al fin del parágrafo.
—El doctor Braithwaite opina que ya hay demasiados libros —comenté, y Vanna me pidió que continuara.
Había leído por primera vez El loro de Flaubert hacía más de diez años. La traducción al español, como la edición original en inglés, refiere a esas «obras secretas» como apócrifos de Flaubert, en el sentido de que serían textos atribuidos a Flaubert, pero que nunca habrían pasado de ser esbozos. Se mencionan los cambios o un final diferente para L'Education sentimentale, la conclusión definitiva de Bouvard et Pécuchet, una autobiografía, la traducción del Candide y algunos no-libros, que habrían llevado por título Une nuit de don Juan y La Spirale, así como también una novela de caballería, etcétera. Sin embargo, en la arena de los médanos, tendido boca abajo al lado de Vanna, no recordaba nada de estas páginas.
En la novela, es un médico, el doctor Braithwaite, quien pasa revista de los libros secretos y cita una carta de 1844, en la cual Flaubert expresaba que leyó veinte veces el Candide y que lo tradujo al inglés. El doctor Braithwaite dice que esto no le suena a una tarea para el hogar, sino más bien a un ejercicio de escritura que Flaubert se habría impuesto a sí mismo. Pero observa que a juzgar por el uso errático que Flaubert hacía del inglés en sus cartas, la traducción habría conferido un toque de comedia al sarcasmo característico de Voltaire. A modo de ejemplo del «Gustave’s erratic use of English», el doctor Braithwaite menciona que en unas notas de 1866 sobre los azulejos Minton, tomadas durante una visita al museo de South Kensington, en Londres, Flaubert cambió «Stoke upon Trent» por Stroke upon Trend .
De repente, Vanna interrumpió mi lectura en voz alta.
Fue solamente un instante, pero durante el cual me había quedado pensando en el humor de Julian Barnes, quien a través de su médico-biógrafo, compartía la anécdota de Flaubert en el museo, que asociaba, con intención o no, a aquellos azulejos con algo así como un Infarto de Moda. Vanna, con emoción, dijo:
—Puede ser el sello de la cerámica inglesa: «Stoke upon Trent».
—Pero sí —me eché a reír porque era de las páginas de esta novela sobre Flaubert, y no de Flaubert, de donde yo había recordado las inscripciones.
De vuelta en Buenos Aires, con la nota de Flaubert corregida por Barnes, averiguamos que tanto los azulejos como la cerámica provenían de un importante centro alfarero de Inglaterra que data del siglo XVIII, al punto que se lo conoce desde entonces como the Potteries o las Alfarerías.