A poco del final, Mitsu Nedokoro sale a la superficie y
asoma la cabeza por la abertura de unas tablas del suelo del sótano de piedra. En
el fondo del sótano vio los ojos moribundos de un gato atigrado.
Eran los ojos de un gato viejo, desesperadamente
tranquilo, con sus iris amarillos brillando como un pequeño crisantemo. Los
ojos de un gato que, a pesar de las ráfagas de electricidad estática que le
recorrían el centro de su diminuto cerebro, se guardó en su interior el
sufrimiento y permaneció tranquilo y sin expresión, al menos para quienes lo
veían desde afuera. Los ojos de un gato que ocultó su agonía a los demás, como
si no existiese, como algo que sólo a él le pertenecía.
La aldea de Ōkubo, en la isla japonesa de Shikoku,
constituye el teatro perdurable de El
grito silencioso: una ruta forestal desemboca en una hondonada; a un lado crece
el bambú y en el centro del valle se
ubican la escuela pública, el templo, el campo de fútbol, el almacén de los
antepasados de los hermanos Nedokoro y el supermercado coreano que en los días
de ofertas especiales eleva sobre la aldea un banderín amarillo.
En Taka, el menor de los hermanos Nedokoro, no circula la
sangre del bisabuelo, el comerciante precavido y conservador, que construyó el
almacén, sino que, y por el contrario, palpitan la rebeldía del hermano menor del
bisabuelo, así como también el sacrificio de 1945 del primer hermano, S’ji
Nedokoro, cuyas cenizas quedaron en el templo hasta el arribo con Mitsu para
vender el almacén de la familia. Una parte del adelanto recibido de manos del comprador,
el coreano del estandarte amarillo, es destinado por Taka a adquirir nuevas
pelotas para el club de fútbol de la aldea.
Mitsu descree de las hazañas de los muertos y de las
filosofías de los iluminados revolucionarios. Las hipótesis de un ex maestro de
la escuela, el diario de S’ji, que el monje encuentra por casualidad en el
templo, y el sucio librito, que surge de los primeros escombros del almacén,
son las fuentes autorizadas que sustentan la mirada de Mitsu sobre el ambivalente
pasado. Su esposa, Natchan, que acompañó a los hermanos en el retorno a la
aldea, no obstante haber considerado esas historias como cuentos de viejas, se
sumará a las rondas de saqueo al supermercado coreano, junto con los jóvenes
del equipo de fútbol, que habían ya cerrado filas alrededor de Taka.
La revuelta contra los nobles de hace cien años atrás y los
asaltos a la colonia de estraperlistas coreanos de 1945 —tal vez— están menos organizados que la prosa
asentada en los miedos, los recuerdos, las leyendas, los rumores, las
invenciones y los silencios de los hermanos.
No hay un enlace viviente, hay mera rotación.
El principio y el final de esta novela de Oé trazan
la curva de una parábola que niega y afirma a la vez, escarnece a los héroes y los
resucita. El bosque ocupa el hueco de la pared derribada del almacén, el rojo pinta
el cielo y el infierno.
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